Homilía del padre Carlos Padilla - 30 de enero de 2022

Domingo 30 de enero de 2022 | Carlos Padilla

IV Domingo Tiempo ordinario

Jeremías 1, 4-5. 17-19; 1 Corintios 12, 31-13, 13; Lucas 4, 21-30

«Levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo»

30 enero 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Necesito tocar la inmanencia de la carne y la trascendencia del espíritu. La generosidad de una vida entregada. Necesito ver en las personas más cercanas la huella de Dios»

El amor crece desde la complementación. Dos personas se enamoran en sus diferencias. Aman lo que no poseen. Anhelan lo que no tienen. Al mismo tiempo el amor crece desde las semejanzas. Es difícil convivir con el que es totalmente distinto a mí. En aguas compartidas puedo sentirme más en casa. Pero son las diferencias las que me enriquecen y complementan. Tal vez porque no estoy completo y necesito que alguien, mirándome desde sus ojos, me haga ver lo que yo no veo y entender lo que no comprendo. Ese amor saca la mejor versión de mí. Ese es el amor que deseo. Esa mirada misericordiosa me quiere en mis límites y se enamora de mis preferencias. Aún así, no siempre amando lo que es diferente, me dejo complementar. En lugar de ayudar al nervioso a calmar sus pasos, lo acelero. En vez de calmar la ira del iracundo se la potencio. Entonces la complementación no sucede. Y no tiene lugar ese milagro del amor que tanto busco. Porque en las diferencias crezco, me enriquezco y soy mejor que antes. Dicen que el amor asemeja. Escribe el P. Kentenich: «¿Qué produce el amor? Todas las virtudes brotan del amor. Si tengo amor, debo tener todas las demás virtudes. Lo entenderán mejor si les recuerdo la frase que dice: - Desde la perspectiva filosófica, el amor es la fuerza unitiva y asemejadora»[1]. Amando al que no es como yo me acabo pareciendo en algo al amado. Algo de su serenidad se mete en mi piel. Algo de su alegría o de su espíritu de servicio. Ya no sé si me asemejo sólo en lo bueno o también en lo malo. Puede que también su pereza se me contagie o su egoísmo. Porque el amor tiene ese poder inmenso. Por eso quiero amar y dejarme amar. Quiero amar en lo humano para ser más humano y más de Dios. Me gustaría entender los mecanismos del amor que brota dentro de mi alma. Aprender a descifrar ese lenguaje del amor por el que soy mejor haciendo mejor al otro. Es esa comunión la que sueña mi corazón roto, desunido y tensionado. Quizás encierra el amor una magia única o es el poder mágico del abrazo lleno de ternura que tengo dentro el que sana el alma. Hay cosas que aprendo casi por osmosis. Una forma de ver la vida, una mirada, una actitud, el gusto por ciertas cosas, la pasión por la vida. Se van pegando en el alma cuando mi amor por la persona amada toca mi corazón. Entonces me parezco más a quien amo. Porque me gusta lo que a él le gusta. O me fío tanto de sus criterios que acaban siendo los míos. Sin tener yo que anularme, simplemente mejorando o madurando. Adquiero otras opiniones que acaban siendo mías. Y ciertos gustos o aficiones que son los suyos, se convierten en los míos. Me enamoro de la vida que ven otros ojos. Y dejo atrás mis propias esclavitudes sólo por amar la libertad de la persona amada. Por eso es tan importante elegir bien a quien amo. Elijo a quien es mejor, para mejorar yo. Tantas veces fracasa el amor que no sabe elegir y elige lo que no le conviene. Entonces esa complementación en lugar de sacar lo mejor de mi alma acaba sacando el peor veneno que llevo dentro. Se potencia en mí lo que no me ayuda a amar mejor a otros con un alma más grande, con una mirada más alegre y abierta. Necesito que alguien me ayude a recomponer mis roturas, a sanar mis heridas, y a desarrollar esas potencialidades que corren el riesgo de morir sin haber visto la vida. El verdadero amor enaltece, levanta y enriquece. Hay otros amores enfermos, cerrados sobre sí mismos, que en su egoísmo sólo logran acentuar mis miserias y dejan salir mis pequeñeces. El amor con el que sueño es un amor que levanta mis pies de la tierra haciéndolos volar sobre las nubes. Es un amor diferente que me da paz en el alma. No me recrimina continuamente por lo que no doy, tal vez no lo tenga. No pretende que sea como nunca he sido. Y al mismo tiempo me anima a seguir siendo quien soy sin renunciar a mi yo auténtico. Acepta mis límites como parte de la realidad amada. No se escandaliza de mis caídas porque las presupone al amarme por completo. Y entiende que detrás de todos mis sueños se esconde un corazón noble que sólo quiere amar hasta el extremo. Así de fácil. Amar bien es lo que importa.

Hacer lo que Dios me pide no es tan sencillo. ¿Cómo sé lo que quiere de mí? ¿Cómo sé que lo que hago es lo que realmente Dios desea y no lo que yo mismo he buscado desde siempre de forma enfermiza? ¿Cómo puedo distinguir entre mis deseos ocultos bajo la piel y esa voluntad suya que pugna por abrirse paso entre las aguas de mis mares? «Mi corazón debe ser liberado, primeramente del apego desordenado a todas las cosas, y después sobre todo del apego desordenado a nosotros mismos»[2]. Los apegos son sutiles. No es tan sencillo ver mis dependencias. A veces, sí, es obvio, necesito ayuda para cortar las cadenas. Y si no pido ayuda seguiré a la deriva sin encontrar mi rumbo. Pero otras veces me lleno de miedo y no sé avanzar, no logro encontrar un camino seguro. No me separo de la tierra que me grita, suplica, llama a voces. Libre de apegos, libre de mí mismo. Desordenadamente. Como esa alma mía en la que los compartimentos están mezclados y confusos y no logro poner orden. No sé limpiar, ni ordenar, ni siquiera establecer prioridades. No logro mandar ni que mis órdenes sean escuchadas. Huyo de mí mismo en una lucha inútil por encontrar un camino, un sendero más fácil, más abierto. Hacer lo que Él me dice sería fácil si me lo dijera con voz clara. Pero no es tan evidente su llamada. Y yo he aprendido a amar la idea de Dios, no conozco del todo a la persona: «La mayoría de los hombres de hoy, también los que pueden hablar con entusiasmo sobre Dios, no aman en absoluto a Dios como persona, sino que aman una idea»[3]. No me enamoro de su carne en Jesús. No me he apropiado de su rostro. No he logrado tocar sus manos cálidas. Las ideas son más fáciles de manejar que las personas. Las ideas se adaptan a mis manos, a mis ojos, a mi piel. Las personas se alejan, superan mi mirada, desbordan mi imaginación. Más aún pasa con Dios. Es infinito y eterno. Desborda toda idea que tenga sobre Él. Quiero reducirlo a palabras y contenerlo en oraciones que lo expliquen. Como si fuera una teoría sacada de algún libro. O como si fuera producto de mis pensamientos. Un Dios maniatado, hecho a la medida de mis sueños. Para que no me defraude, para que no me escandalice. Si ato sus manos no hará cosas extrañas. Si sujeto su lengua no dirá nada inapropiado. Lo limito, lo sujeto. Mi Dios hecho a la medida de mis límites. Tiene tiempo, no es eterno. Y así me siento en paz y seguro. ¿Qué podrá mandarme hacer que yo no sepa? Lo he sometido, lo he limitado. Nada de lo que Él quiera escapará de mis capacidades. Un Dios hecho idea, limitado a un pensamiento, sujeto en una definición. Así, conciso y exacto, preciso y palpable. Hoy las palabras del profeta me conmueven: «Antes de formarte en el vientre, te escogí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te nombré profeta de los gentiles. Tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando. No les tengas miedo, que si no, yo te meteré miedo de ellos. Mira, yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo. Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte». Un Dios personal me ama como soy y me envía. Quiere hacerme plaza fuerte. Quiere revestirme de su poder. Y quiere que les diga que Él me manda. ¿Quién es Él en mi vida? ¿Lo ven o es a mí a quien ven? Me gustaría liberarme de tantos miedos que no me dejan ser libre. Tantos apegos que frustran mi grito de libertad. Tantas escaramuzas para evitar hablar a Dios cara a cara. Sujetando en la punta de mi pluma todos los mandatos posibles que he imaginado sin apenas oír su voz. Quiero hacer siempre lo que Él me pide. Pero no escucho su voz. Escucho más esa voz interior que desea lo que no me conviene y persigue lo que no me hace bien. Hago más caso a mi vanidad herida, a mi orgullo que pretender levantar fortalezas para proteger mi ego. Que no me mancillen, que no me hagan daño. Voy buscándome en todo lo que hago, digo, sueño o escribo. Como un náufrago que busca la isla de sus sueños en la que poder descansar. ¿Qué quieres de mí? Quiere que renuncie a mis planes para ser libre, para caminar sin rumbo, para perderme por un desierto oculto en medio de mil bosques. Me quedo quieto queriendo oír su voz. Una voz que me diga lo que tengo que hacer. Fácil o difícil. Renunciando a algo o aceptando el don de la vida. Atando cuerdas en medio de la selva. Buscando fuentes bajo la tierra excavada. Descubriendo pájaros que sueñan la luz del sol volando contra el viento. Y bajo mi piel ese picor extraño que desea abrirse paso hasta la superficie. El deseo de abrazar la vida y sujetar los frutos. El deseo de entregar el amor que llevo dentro sin pretender que me quieran en correspondencia. Amar y ser amado sin méritos, sin nada que justifique el amor que doy y recibo. Justo al revés de lo que decía Freud: «Si amo a alguien, es preciso que este lo merezca por algún título». Rotas mis cadenas Jesús sólo desea que ame sin que nadie lo merezca. Y que me quiera a mí mismo también sin merecerlo.

El abandono es una actitud contraria a mis deseos. Yo no me abandono nunca. No quiero soltar las riendas de mi vida, no quiero dejar al albur el timón de mi barca. Quiero controlarlo todo, tenerlo todo claro, tomar yo las decisiones importantes de mi vida, sin que nadie interfiera y complique mi camino. No creo que al final vaya a salir todo bien. Me cuesta creer en un Dios todopoderoso que lo arregla todo para que funcione cuando yo ya no puedo hacer nada. Y por eso ato el presente y el futuro, me aseguro de que todo funcione como yo deseo. Me vuelvo controlador y desconfiado. Es la actitud natural del alma. Ya he probado el dolor de la caída y no quiero seguir cayendo. He vivido el fracaso y el abandono y detesto esa soledad no buscada. No todo sale como espero y me frustran las derrotas. He perdido la inocencia de los niños que se abrazan a su padre confiando ciegamente. ¿Cómo se recupera esa inocencia perdida? ¿Cómo vuelvo a creer en un padre amoroso que está siempre a final del camino dispuesto a abrazarme, sin juzgarme ni condenarme? No es tan sencillo. Pienso en tantas cosas que me asustan al pensar en el futuro. Pienso en lo que no puedo controlar como la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, el éxito en mis empresas o el fracaso más doloroso. ¿Soy capaz de dejarlo todo en las manos de Dios sin pedir nada? ¿Puedo confiar en que su amor va a estar a mi lado todos los días de mi vida? La entrega de los mártires siempre me impresiona. En silencio caminan al cadalso. Se entregan por amor a ese Cristo al que no pueden negar ni con palabras ni con gestos. Su ofrenda silenciosa es un signo del amor que se da hasta el extremo. Una madre es capaz de dar su vida por su hijo. Su vida a cambio de la de él. El amor abnegado y generoso pone en primer lugar al amado. ¿Mi amor a Dios es tan poderoso como para lograr que lo que hoy me preocupe deje de ser importante en mi vida? Lo dudo. Me quiero demasiado. O detesto demasiado el dolor. Quiero que me salga bien la vida, que me resulten los planes planeados. Que mis deseos se hagan realidad en una selva de contradicciones en la que me muevo dejándome llevar por la corriente. Es tan difícil decirle que sí a Dios. Sí a lo que no quiero, a esa cruz que sólo de verla me produce dolor. Esa cruz que no me bendice. No quiero besar la cruz como me invita la Iglesia cada viernes santo. Besar mi propia cruz, mi propio dolor. No soy masoquista. El dolor es lo más contrario al corazón humano. Huyo del dolor, quiero que se calme, que la angustia desaparezca y todo se apacigüe en mi interior. Darle el sí a la cruz posible por adelantado me parece algo digno de héroes. Y yo no me siento así. Hacen falta héroes del corazón como dice el P. Kentenich: «La Iglesia no solo necesita héroes de la voluntad sino también, y sobre todo, genios del corazón»[4]. Héroes que han dejado que Dios moldee su corazón, sus afectos y sus entrañas. Necesito el heroísmo de los santos: «Más allá de ese cumplimiento quiere también nuestro heroísmo. Un heroísmo que brota de un amor fuerte y fervoroso»[5]. Héroe para hacer mía la realidad, para aceptar la vida en su dolor, para comprender que en la cruz Dios permanece a mi lado como Jesús, perdonándome, sosteniéndome, amándome. Ese amor tan hondo me conmueve. Quisiera ser yo tan heroico como todos esos santos y mártires que entregaron su vida por amor. Por amor a Dios, por amor a sus hermanos, por amor a sí mismos. Porque el amor verdadero es liberador, no retiene, no exige, no demanda, sólo da. Un amor así es el que me hace capaz de confiar en medio de las tormentas. Y creer que Dios no va a desear nunca mi mal. La mirada sobre la realidad lo cambia todo. Cambia mi corazón, cambian mi ánimo y mi actitud ante las dificultades. Dejo a un lado los temores y confío en esa misericordia de Dios. Yo no escribo el guión de mi vida. Y sólo quiero ser capaz de agradecer siempre por lo que se me ha regalado. Mirando hacia el pasado todo tiene el color de mis ojos. Y mirando hacia el futuro es mi mirada la que me permite apagar el fuego del miedo, el dolor que me persigue ante lo que no logro ver con claridad, ante lo que no conozco. La confianza total en Dios es lo que me salva en todas las tormentas. Lo que me sucede puede ser muy malo en apariencia. Pero detrás de todo lo malo siempre puedo ver una pequeña flor naciendo en la aridez del desierto. Siempre en la cruz aprendo algo y el corazón se ensancha después de muchos dolores. Le pido a Dios la gracia de mirar cada día como una oportunidad de amar más, de amar hasta el extremo, sin querer controlarlo todo y sabiendo que mis días son pocos y sólo merecen la pena si los entrego con alegría. Todo lo demás es vanidad y querer jugar a ser Dios cuando sólo soy su hijo que confía. Así es la vida que escribo con torpeza, temblando y sabiendo que en mis pequeñas decisiones de cada día se está jugando mi santidad. Es el camino alegre que recorro de la mano de Dios.

Yo ambiciono los carismas mejores. Ambiciono lo mejor, lo que más amo. No me conformo con la mediocridad. Es lo que me pide S. Pablo: «Ambicionad los carismas mejores». Quiero lo mejor en mi vida. Y entre todos esos carismas uno está por encima de todos: «En una palabra: quedan la fe, la esperanza, el amor: estas tres. La más grande es el amor». La fe, la esperanza y el amor son los más importantes. Más que todos los otros carismas: «Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles; si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos platillos que aturden. Ya podría tener el don de profecía y conocer todos los secretos y todo el saber, podría tener fe como para mover montañas; si no tengo amor, no soy nada. Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve». En ocasiones me fijo en otras cosas. El don de profecía me atrae, para poder saber lo que viene, lo que va a suceder. No me gusta vivir en la ignorancia del futuro. Me gustaría ver más allá, intuir, vislumbrar a través de la neblina que cubre mis ojos humanos. Me atraen las lenguas que me permiten alabar a Dios con sonidos inefables y expresarle sin comprenderlo demasiado cuánto lo quiero. Me gusta comprender lo que sucede, entender lo que ocurre, descifrar los enigmas de esta vida llena de misterios. Me atrae la generosidad de los que sirven, de los que entregan limosna para ayudar al necesitado, al pobre, al que no tiene. Me encandila lo que brilla, lo que luce, lo que los demás valoran. El carisma de los que cantan. La luz de los que predican. La fuerza de los apóstoles incansables que reparten con alegría y entusiasmo la verdad del cristianismo. Me convence esa fuerza misteriosa de los que se entregan para seguir los pasos de Dios en silencio. Todo eso es maravilloso, sin duda. Son carismas fascinantes que S. Pablo menciona para explicar la diversidad en la unidad que tiene lugar en Cristo. Soy un metal que resuena y aturde si en mi vida no hay amor. Es lo más importante. Puedo hacer muchas cosas y lograr muchos objetivos. Perseguir metas lejanas y aparentemente inalcanzables. Me parece que la vida se juega en esos momentos en los que hago cosas. Me reúno con mis hermanos en la fe. Oro con ellos. Participo en alguna misión queriendo llevar el Evangelio a muchos. Doy testimonio de palabra y de obra. Siento que construyo un reino que no es mío, es de Cristo. Lo creo, a veces dudo. Las palabras quedan resonando en mi alma. Si me falta el amor, soy un metal que resuena. A veces me falta amor. No amo con hondura, no amo bien. No amo liberando, ni enalteciendo. No amo abrazando, ni cuidando, ni protegiendo. No amo como a mí me gustaría ser amado. No sé si por heridas recibidas o simplemente por descuido. Y hoy lo escucho con fuerza, soy un metal que resuena. Mis palabras son gritos que se lleva el viento, que apaga el ruido del mar. Mis palabras no se oyen, se pierden. Y mis obras mueren, desaparecen, se olvidan. Vuelve a mi memoria la historia de S. Óscar. Lo mandaban a evangelizar el norte de Europa. Sus Iglesias se levantaban orgullosas desafiando el cielo. Y llegaban hordas de paganos y las destruían. Así de sencillo, la obra de su vida. S. Óscar volvía a su monasterio a rezar. Y así varias veces en su vida. Las obras que construyo son frágiles. Hago cálculos, programo, reúno dinero, guardo, me esfuerzo. Pero todo pasa, sólo queda el amor. Si no tengo amor… si no hay amor en mi vida todo lo demás de nada sirve. Y S. Pablo no se queda ahí, va más lejos. Y detalla cómo es el amor que él sueña, el que yo sueño: «El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin limites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca». ¿Conozco un amor de este calibre? ¿He tocado un amor tan cálido, tan humano, tan grande, tan bello? Sí, yo lo he tocado, lo he recibido, lo he visto en mi vida. Me conmuevo al pensar en el amor recibido. ¿Es así el amor que entrego? Lo dudo, me da miedo ser un metal que resuena. Esa imagen es tan dura. Es como el metal que no sirve, no convoca a nadie, no ayuda a los que están perdidos. Un ruido innecesario. Un metal que grita en medio de la noche. Gestos que no salvan, no sanan, no animan, no levantan. Me da miedo ser así. Un metal que resuena. Y pienso en ese amor que levanta, aguanta, es paciente y amable, no se irrita y perdona. El amor sí que deja un eco que salva la vida de los que son amados y de los que aman. Porque al fin y al cabo en eso consiste caminar por esta tierra. En ir dejando una huella honda en el corazón de las personas. Con paciencia, humildad, dejando a un lado el orgullo, levantando casas con hondas raíces. Construyendo paredes gruesas de respeto y protección. Una generosidad que no se negocia. Esa fe en el otro, sin caer en la desconfianza. Esa forma de amar no se improvisa. Se trabaja y se recibe como don. Tengo que querer amar así y pedírselo a Dios. ¿Podrá hacer Él el milagro? Es mucho más importante que las cifras, que los éxitos, que los logros de mi vida. Sigo escuchando el metal de mis pasos resonando en el silencio y me asusta no ser más que eso: un ruido que se apaga con el paso del tiempo. Y vuelve el silencio que todo lo envuelve. ¿Dónde queda el amor que da la vida? Ese amor sencillo que no se irrita y no se enoja nunca. Ese amor puro que saca lo mejor de mí. Sí, ese amor humano es el que quiero tener, el que quiero dar, el que deseo recibir como un niño. Estoy aún muy lejos.

Todo pasa, todos los carismas desaparecen, sólo el amor queda: «¿El don de profecía?, se acabará. ¿El don de lenguas?, enmudecerá. ¿El saber?, se acabará. Porque limitado es nuestro saber y limitada es nuestra profecía». Las cosas desaparecen. Los días pasan. Algunos sueños mueren sin dejar huella. El saber es limitado. Todo lo es. Luego, «cuando venga lo perfecto, lo limitado se acabará. Ahora vemos confusamente en un espejo; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es por ahora limitado; entonces podré conocer como Dios me conoce». Es perentorio todo lo que toco. Lo que acarician y sostienen mis manos. Es tan vago y esquivo lo que pretendo retener con la fuerza de mis manos. Lo que ven mis ojos es confuso. Lo veré todo claro en el cielo, eso lo sé. Ahora en la tierra todo lo malinterpreto. Me sucede como a aquellos vecinos de Jesús que no lo entienden, no lo comprenden ese día y lo condenan: «Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba». La incomprensión lleva a la violencia. Quieren acabar con Jesús pero Él sigue su camino. Para ellos Jesús sólo es un hombre, uno más: «¿No es éste el hijo de José?». No es especial, sólo es el hijo de José, el carpintero, uno de los suyos. No es el Mesías, no puede serlo. Al mismo tiempo han escuchado cosas milagrosas de Él. Son habladurías. Lo que la gente dice. Milagros, palabras de vida. Pero ellos son su familia, son de los suyos. No pueden creer que sea Dios, que sea especial. A mí también me cuesta creer que sea especial quien está a mi lado. Desde lejos la belleza y la santidad parecen más visibles. Desde cerca destacan los defectos, las heridas, las carencias. Algo falta, no todo está en orden. No es convincente la forma de actuar y comportarse. Soy dado a valorar al que menos conozco y despreciar al que conozco bien. El otro es como yo, humano, uno más. ¿Qué puede tener de especial aquel con el que comparto la vida, el camino, o mis sueños? No es alguien genial, no puede serlo. Tal vez porque si lo es puede que sea excesivo lo que tengo que hacer yo para estar a su altura. A su lado yo no brillo. Además, ¿podrá salvarme quien es uno de los míos? He tratado de colocar a Dios muy lejos, muy inalcanzable. En una nube de misterio cualquier milagro es posible. Fuera de esas sombras que todo lo confunden la realidad es demasiado simple y dolorosa. Si Dios es todo lo contrario a lo que yo soy estoy a salvo. Un Dios intangible al que no puedo tocar ni mancillar. Un Dios todopoderoso capaz de superar mis incapacidades. Un Dios totalmente puro, siendo yo tan sucio. Un Dios eterno que venza mi temporalidad. Un Dios que conduce mi vida desde lejos para no mancharse, para poder echarle la culpa a ese Dios de todos mis males. Culpando a alguien me siento más en paz. Alguien puede salvar la situación, resolver el problema, y liberar el obstáculo. Ese Dios puede hacer lo que yo no soy capaz de hacer con mis medios. Alejo a Dios de mi vida. Lo hago todo lo contrario a lo que soy, lo opuesto, lo más lejano a mi pobre existencia. Con ese Dios no tengo miedo. Él podrá sacarme de todas mis indigencias y dificultades. Creo en un Dios totalmente otro. Transcendente, lejos de lo inmanente. Más allá de las nubes donde yo no puedo entrar. Pero cuando creo en un Dios tan perfecto y lejano, mi vida es demasiado pequeña y no acabo de amar a ese Dios personal. Sin los lazos humanos no puedo llegar a Dios. Leía el otro día: «Los dirigentes, los padres y educadores, están llamados a ser un transparente y camino expedito hacia el Padre; de otra forma le será extraordinariamente difícil al hombre moderno llegar a tener una vivencia filial ante Dios Padre»[6]. No puedo sentirme hijo de un Dios demasiado lejano. Necesito tocar en la carne los límites y la infinitud, la inmanencia de la carne y la trascendencia del espíritu. La generosidad de una vida entregada con la humanidad de los límites del pecado. Necesito ver en las personas más cercanas la huella de Dios. Quiero aprender a valorar su santidad sin despreciarla al tocar con dolor su pecado. Nada me sorprende ya porque yo también soy hombre, débil, herido, torpe. Y en esos límites sólo el amor de Dios logra sacar lo mejor de mí. Es lo que hace Dios conmigo. Y entonces no soy Dios, sólo una huella, un aroma, un vestigio, una marca de su paso por esta tierra. Dios sigue acariciando la carne humana para hacerla suya, divinizándolas. Sigue abrazando el corazón del hombre para que se haga niño. Y es esa luz la que logro ver, la de Dios en mí, en tantos. La luz que ilumina el corazón herido de muchos. Sus pecados me recuerdan que estoy llamado a una vida grande. No dudo, no temo. Me alegra saber que puedo dar más siendo tan pequeño.

Hoy contemplo a Jesús que es despreciado por los suyos. Quieren matarlo porque no creen en sus palabras: «Sin duda me recitaréis aquel refrán: - Médico, cúrate a ti mismo; haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún. Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra». Quieren que haga milagros como habría hecho en otros lugares. Pero nadie es profeta en su tierra. Ellos creen conocer a Jesús pero no saben quién es. No lo aman. No lo siguen. Al principio quieren escucharlo pero luego se rebelan contra sus palabras. No comprenden, no creen en su poder. No entienden los planes de Dios. Las referencias a los profetas son claras: «Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio». Al igual que Elías y Eliseo Jesús tampoco va a curar a todos los enfermos que encuentre en Israel. No va a sanar a todos los que necesiten un milagro. No va a liberar a todos los que estén presos. Dios no va a hacer lo que yo le pido, no cumple todo lo que deseo, no hace que sean realidad todas mis expectativas. El Dios en el que creo no cura a todos los enfermos. No salva a todos los que se están muriendo. ¿Es justo? No lo es, la vida no es justa desde mi nacimiento. Y no pretendo que lo sea. No suceden las cosas como yo quiero y no todo llega a ser como a mí me gustaría. Es el dolor de esta vida tan pobre, tan limitada. Me gustaría exigirle a Dios que actuara de otra manera. Quiero pedirle otros planes, otra realidad. Me gustan las palabras que escucho hoy en el salmo: «Dios mío, fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías. Dios mío, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas». Es el Dios en el que creo, un Dios que camina a mi lado en medio de la tormenta. No salen las cosas como espero y me desilusiono. Incluso quisiera matar a Dios como sus vecinos y amigos en Nazaret. Quisiera acabar con Él porque me produce frustración. Y es que tantas veces le echo la culpa de mis propias debilidades. Me encaro con ese Dios que no hace las cosas a mi manera, de acuerdo con mi gusto. Ese Dios que no es un Dios hacedor de todos los milagros que necesito para ser feliz. Decía el P. Kentenich: «¡Sí, pero Dios me ayuda! Esto es teológicamente correcto, pero, psicológicamente, ¿creen acaso que un sentimiento tan tremendamente fuerte podrá ser capaz de recibir las semillas de la alegría, de la alegría divina y de la alegría espiritual? Podrán decir: - Dios es la alegría. Es verdad, las águilas, que están siempre en vuelo, pueden captarlo. Pero los otros no lo captan»[7]. Que me digan que Dios me guarda, me sostiene, está conmigo no me resulta si luego las cosas no son como yo esperaba. Si sufro pérdidas, si abrazo el fracaso, si duele la herida, si muero o me hieren. En esos momentos no me alegra ese Dios que va conmigo. No me devuelve la sonrisa ese Dios que no me soluciona todos los problemas. La fragilidad de la vida no me alegra. La temporalidad de mis pasos no es un bien. Dios no soluciona todo lo que tengo que hacer. No consigue que triunfe. No me salva de la ignominia. ¿Cómo puedo creer en un Dios tan débil e impotente? Me rebelo contra ese Dios que no es tan poderoso como yo quisiera. Hace falta volar muy alto como las águilas y tener mucha altura en mi mirada para ser feliz al lado de ese Dios que sólo es mi refugio y camina a mi lado. En ese Dios creo yo pero a veces pierdo la fe en su poder. Y me siento solo y desvalido. Así es el Dios en el que quiero creer. No quiero deshacerme de Él porque sí que me salva, me sana y me levanta. Tal vez no logra hacer realidad todos mis sueños. Ni hace que mis días sean eternos. No hace milagros ante mis ojos. Pero aumenta mi fe. Sí, eso lo hace. Aumenta la fe que se debilita cada día cuando no le suplico que la aumente. Necesito un corazón más grande y una mirada más alta, la mirada de las águilas. Si sigo caminando como una gallina mirando al suelo no veré más allá de mi dolor.

 



[1] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[3] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[4] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador de Peter Locher, Jonathan Niehaus

[5] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador de Peter Locher, Jonathan Niehaus

[6] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

[7] J. Kentenich, Niños ante Dios, 328

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