Homilía del padre Carlos Padilla - 24 de marzo

Domingo 24 de marzo de 2024 | Carlos Padilla

Domingo de Ramos

Isaías 50:4-7; Filipenses 2:6-11; Marcos 11, 1-10.

«Id a la aldea de enfrente, y en cuanto entréis, encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. El Señor lo necesita, y lo devolverá pronto»

24 marzo 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«Me impresiona la mirada de Jesús. Se muestra manso y humilde llevado al Calvario. En Getsemaní entregó sus miedos. Su Padre le regaló paz y fuerza para recorrer el camino»

El otro día murió un sacerdote de mi Comunidad. Fue superior durante dieciocho años en Estados Unidos. Y después de un derrame cerebral estuvo limitado durante los últimos quince años. ¿Cuándo fue su vida más fecunda? ¿Cuándo era joven y dirigía un territorio de sacerdotes? ¿Cuándo necesitaba que lo cuidaran en su enfermedad sin poder hacer nada por nadie? La fecundidad de nuestra vida es algo que no comprendo. El mundo me quiere hacer ver cómo tengo que dejar huella en esta tierra que piso. Me explica que si hago las cosas perfectas dejaré huella, cambiaré este mundo tan necesitado de cambios. Y yo me lo creo. Hago todo lo posible por ser perfecto. Tengo que ser el sacerdote modelo. Que está al tanto de lo que sucede en este mundo y al mismo tiempo ha logrado que todo en su interior esté en paz, ordenado, equilibrado. Tengo que estar a la altura de las expectativas. Aspirar a lo más grande y cumplir siempre. No perfecto, mejor pluscuamperfecto. Estar atento a las necesidades de los demás. Escuchar siempre, atender a todos y hacerlo como si tuviera la agenda vacía. Servir sin quejarme, sonreír en todo momento. No tener nunca un mal día, no contestar mal a nadie. Dar consejos perfectos. Acompañar al que sufre, levantar al caído, reír con el que ríe y llorar con el que llora. Ser sensible y firme. Llorar un poco, no demasiado. Reír sí, pero no de forma exagerada. Tomarme las cosas en serio, no siempre como una broma. Participar en lo humano pero sin perder de vista el cielo. Soñar alto pero sin levantar los pies del suelo. Tratar a todos con paciencia, sin alterarme, sin enfadarme. Estar muy formado y seguir formándome. Leer, estudiar, escribir. Hacer grandes obras que sean recordadas. Comportarme con mesura, tratar a todos con cordialidad, sin retener a nadie. Abrazar lo suficiente, nunca demasiado. Solucionar los problemas de los demás, ocultando los propios. Estar al tanto de las noticias del mundo sin dejarme llevar por las corrientes actuales. Saber un poco de todo para responder a todas las preguntas que me hagan. Rezar mucho, más de lo que parece. Y además tener tiempo para el ocio y el deporte. Cuidar la salud para poder servir a los enfermos. Sanar a los heridos, sin tener en cuenta las propias heridas. Hablar sin aburrir. Consolar sin crear dependencias. Escuchar sin estar distraído. Aconsejar sin querer imponer. Que no se note lo que yo deseo. Que trate de hacer lo que los demás sueñan. Que sea flexible. Que nunca hable mal de nadie. Que no juzgue y trate a todos con misericordia. Que sonría incluso cuando tenga muchas ganas de llorar. Que me guarde el cansancio muy dentro y que no parezca nunca que estoy agotado. Que los demás sientan que son los únicos en mi agenda, los elegidos. Que no se me note en ningún momento el mal humor. Que acoja a los que no piensan como yo, sin juzgarlos. Que sea capaz de dibujar el cielo para que otros lo vean. Que no me muestre triste ante nadie, bastante tienen con sus propias tristezas. Que no presuma nunca ni me deje llevar por el orgullo. Que no caiga en la vanidad ni presuma de mis logros. Que acepte las críticas, sin mostrar mi dolor. Que sepa aceptar al que está muy solo sin querer darle soluciones. Que corra cuando me lo pidan. Y sea capaz de parar cuando los otros lo necesiten. Veo la lista inmensa de necesidades del mundo y compruebo que no puedo, que no soy capaz, que la vida es muy complicada y no daré nunca la talla, no estaré a la altura de lo que de mí esperan. Quisiera ser perfecto y no lo consigo. Y luego veo que la fecundidad de mi vida tal vez no esté tanto en mis logros, en mis palabras, en mis consejos, en mis éxitos, en las personas que me siguen y aplaudan. Tal vez no sean esos logros lo que le dan sentido a mi vocación de hijo, de niño, de padre. Ni a mi camino, ese por el que Dios me invita a caminar. Él sólo quiere que acepte la realidad como es, en mis manos, sin turbarme. Que la tome como algo valioso y se lo muestre a Dios con las esperanza que sea Él quien me sostenga y dé la alegría. Con su presencia a mi lado mi vida será fecunda. Tal vez cuando ya no pueda hacer nada de lo que me pidan. Cuando no me recuerden, cuando me hayan olvidado. Tal vez entonces, en la soledad de mi alma, veré una fecundidad que viene de lo más alto, del cielo, y sonreiré agradecido.

Mi desorden interior me desespera en ocasiones. Reacciono de forma desproporcionada y brotan sentimientos que nunca pensé que pudiera albergar mi corazón. Ante una mínima contrariedad reacciono con violencia. «Si una de las heridas de nuestra historia ha sido mal vivida la reacción corre el riesgo de ser desproporcionada a la gravedad del suceso. Nos puede perturbar profundamente. Además, a menudo repetimos el mismo proceso bajo formas distintas: en realidad reproducimos nuestro mal para encontrar una salida diferente a aquella ya vivida»[1]. ¿De dónde viene esa ira, esa rabia descontrolada? Parezco una persona pacífica y súbitamente, sin poder controlarme, estallo. Me desconozco. ¿Quién habita dentro de mí? ¿Qué furia desconocida e indomable me habita? ¿Podría llegar a insultar, a golpear? De la paz paso a la guerra. De la calma al huracán. Me confunden esas reacciones mías que me son extrañas. Me tiembla la voz, me altero. Hay algo desordenado dentro de mí que no acabo de reconocer. Hay resentimientos guardados que me hacen estallar con violencia cuando algo que sucede tiene eco en experiencias ya vividas. Mi historia ha dejado huella en mi interior. No puedo cambiar mi pasado pero sí puedo decidir cómo quiero que sea mi futuro. No puedo volver al ayer, pero sí puedo comenzar de nuevo, desde cero, desde lo que soy y tengo. En otras ocasiones descubro miedos que pensaba superados. El miedo a perder lo que poseo, a fracasar en lo que estoy emprendiendo, a quedarme solo, al desamor, al rechazo, a la pérdida, a la muerte, a la enfermedad, al abandono. Podría hacer una lista interminable de miedos que me habitan. Forman parte de estratos profundos que no alcanzo a ver en mi alma. Agazapado el miedo impide que avance, que salga de mí, que emprenda nuevos caminos. No me arriesgo, no me lanzo a la aventura. Es imposible hacerlo porque el miedo me paraliza, me frena, me vuelve cobarde. Y hay pensamientos en mi corazón que me desordenan por dentro. No puedo hacerlo, no lo lograré, siempre sucederá lo mismo, volverá a pasar, habrá alguien que lo haga mejor que yo. El miedo brota de las comparaciones. Hay tanta gente hábil, mejor que yo. Y los complejos están dentro de mí, me limitan, me estresan, me amargan. Esos complejos que me hacen compararme con mi hermano y mirarme en menos. No valgo. Quizás por eso, fruto de mi desorden, me empeño en agradar, en hacer las cosas bien, perfectas, para que me valoren, para que puedan hablar bien de mí. Me desordenan esas comparaciones. Alguien recibe más halagos que yo, alguien es más querido, alguien triunfa donde yo fracaso, alguien logra lo que yo no logro. Noto que crecen el dolor y la pena en mi alma. Dentro de mi desorden grita mi niño olvidado. Ese niño escondido dentro de mí, abrumado por las exigencias de la vida. ¿Cómo podré poner orden en el desorden que tengo? Ese desorden me lleva a hacer lo que no quiero y a dejar de hacer lo que he soñado. «Yo había elegido ser mezquino y vomitar sobre ella toda mi desesperación y mis miedos. Había pronunciado alto y claro esa clase de palabras que se cuelan bajo la piel, anidan en tu interior y no se marchan jamás. Por mucho que te arrepientas. Por mucho que te disculpes»[2]. Me vuelve miedoso, cobarde, agresivo, amargado y susceptible. Cualquier cosa me hiere, porque estoy desordenado por dentro. No habita la paz dentro de mi caos. No hay alegría hay un sentimiento extraño que tiñe todo de amargura. Es como si nadie me amara como soy. Creo que si conocieran toda mi verdad, nadie me amaría. Si supieran de mi pecado, no querrían compartir conmigo el camino. No me amo, no quiero mi desorden interior. Conocerme en mi interior es el paso fundamental para empezar un camino de reconciliación. Reconocer la verdad que habita bajo muchas capas. Ver el desorden y ser consciente de las heridas causadas en mi alma. Alguna vez alguien me hirió y no he sabido qué hacer con tanto dolor. Hasta el punto de acabar yo hiriendo a los demás tanto como a mí mismo me hirieron. En lugar de dar paz provoco guerras. En lugar de unir desuno. En lugar de enaltecer a quien amo acabo hundiéndolo con mis palabras hirientes. No me reconozco. Cuando el mundo interior permanece oculto a mi mirada no soy dueño de mis actos. Vierto en los demás la rabia que llevo dentro. Dejo que caiga sobre ellos mi odio, mi desamor, mi insatisfacción. Quiero romperlos porque yo mismo estoy roto. Quiero que sufran porque yo estoy sufriendo. Es duro pensar que no soy capaz de ver la luz en medio de mi oscuridad. Falta el amor y se hace más fuerte el odio dentro de mí. El desorden hace que mis reacciones no estén bajo control. No soy dueño de mis palabras ni de mis silencios. Me dejo llevar por sentimientos inconfesables que me hacen daño. Le pido a Dios que traiga orden a mi alma. Que sane mis heridas. que limpie mis rencores. Que ponga confianza en todos mis miedos y que aleje de mí la rabia que me invade volviéndome una persona triste y vulnerable.

S. José fue un hombre justo. Un hombre obediente y humilde. Estuvo dispuesto a repudiar a María en secreto. No quería hacerle daño. Un hombre que prefería su propio descrédito a dañar a quien amaba. Un hombre de una pieza. Justo, demasiado bueno, demasiado fiel. Un hombre al que Dios cambia sus planes continuamente y él lo acepta. Con mansedumbre, con paz. Primero un niño concebido por el Espíritu Santo. Después una misión de ser custodio que superaba sus fuerzas. Más tarde un edicto que los hizo ir a Belén en el peor momento de sus vidas. Luego Egipto cuando todo parecía tan incierto y ellos tan débiles. Un padre en la sombra. Un custodio oculto. Un hombre que no dice palabras ni hace promesas. Sólo obras y mucho silencio. Obediencia y mansedumbre. Un carpintero santificado. Un trabajador incansable. Un amante de María sin pretensiones. Un hombre fiel, honesto, auténtico. Me gustan las personas que trasparentan una verdad profunda. Aquellos cuya mirada es el espejo del alma. Y saben lo que quieren. Y son fieles a lo que aman. Hombres y mujeres fieles en la sombra que no buscan la fama ni el reconocimiento. Me gusta José junto a María. Es padre de Jesús y lo cuida, le enseña lo que él sabe hacer. Le enseñaría su oficio que conocía. Le enseñaría las oraciones que sabía. Haría rezar a su hijo que era hombre, que era Dios. Con humildad se podría al frente de su familia. Abriría caminos nuevos y sería una voz firme y segura para los que lo amaban. Me emociona ese hombres que amaba la vida cotidiana. No hubo grandes gestas en su haber. No fue recordado ni por sus palabras ni por sus milagros. Sólo por esos treinta años de vida oculta en la que él era el protagonista silencioso. Allí, en Nazaret, forjó su historia. Y hoy su imagen se convierte en camino de salvación para muchos. Un enamorado de María. Un padre humilde y generoso. Un hombre confiado, con un corazón de niño, puro y grande. Me conmueve ese sí continuo de José que hizo posible la historia de salvación. ¿Qué hubiera pasado si no hubiera dado su sí junto a María? Su vida se convierte en semilla de salvación. No fue reconocido en vida. Lo es ahora cuando me marca el camino de la obediencia y la humildad. Me gustaría tener su mansedumbre, su docilidad. Saber guardar silencio y predicar con obras. Me gustaría ser más niño, más inocente, más puro en mi mirada. No malinterpretar las cosas que veo. No juzgar las intenciones de los demás. Me gustaría aceptar no ser reconocido ni tomado en cuenta. Deseo los primeros lugares y ser recordado por lo que digo, por lo que hago. Me comparo y caigo en las envidias y en los juicios. Me gustaría ser un hombre de una pieza que no se deja influir por los demás. Lo acepta todo con alegría y sonríe a la vida sin desear lo que no posee. Me gusta la confianza de San José. Su mirada al frente. Su corazón anclado en el corazón de Dios y en el de María. Su actitud dócil y alegre. Me gusta ese hombre de una pieza que es capaz de renunciar a todo por amor a alguien. Me gusta ese hombre oculto en las sombras de Nazaret, detrás del corazón de María. Sé que no es fácil ser padre. Menos aún ser padre espiritual de los propios hijos. Más difícil aún estar dispuesto a renunciar a todo por ellos. Por cuidar la vida que Dios te confía. Sacrificando lo más propio para que otros tengan. Pronunciando lo más valioso para que otros vivan. Me parece demasiado grande la misión de San José. Entiendo que me separa un abismo de él. Cometió pecados, quizá en muchos momentos no se sintió a la altura, tuvo dudas y miedos como cualquier hombre. Pero me conmueve su fortaleza interior, su resiliencia, su actitud, varonil y fuerte, su ternura, su grandeza. En él veo el ideal de hombre y de padre. En él admiro esa virtud del hijo que sabe obedecer los deseos de su Dios. Me gusta su capacidad de amar la vida diaria sin grandes pretensiones. Sin querer lograr grandes obras ni milagros. Haciendo lo que corresponde en el silencio de una vida santa. Quizá porque la santidad consista en eso, en hacer de forma grande lo más pequeño, en vivir de forma heroica lo más cotidiano. Cuando no se exigen grandes saltos sino simplemente aquellos pequeños pasos que son a veces los que más cuestan. Porque cuesta caminar cada día sin esperar algo diferente. Porque es difícil aceptar las pequeñas cruces que no son grandes y por eso a veces parecen más fáciles de llevar pero no es cierto. No es sencillo, vivir lo cotidiano, lo diario, lo que no hace ruido, lo que no llama la atención. Cuesta vivir lo que no es noticia, como si fuera algo importante y grande. Cuesta comprender que mi vida se juega en esos momentos en los que no pasa absolutamente nada relevante. Y todo depende de mí si dado con alegría y en silencio. Creo que mi vida se parece más a la de San José, cuando me oculto detrás del corazón de María, cuando me arrodillo delante del corazón de Dios, cuando me sé enviado a una misión que supera mis fuerzas. Entiendo que las obras más grandes no son las que más gritan, sino las más profundas, las que nadie ve. Deseo llegar más lejos y más alto. Debo hacerlo en el trabajo cotidiano, en el sacrificio diario. Sin llamar la atención, sin gritar más fuerte. Diciendo que sí cada día a lo que me toca. Abrazar la cruz con un corazón grande. Y estar dispuesto a amar, incluso cuando no sea correspondido. Mirar a José me da fuerzas para ser yo ese hombre. Para caminar despacio, para correr cuando toque. Para llegar a la cruz y besarla arrodillado con el corazón en mis manos. Mirar José, me da fuerzas para creer que Dios es capaz de hacer milagros con mi vida. Basta con que yo me arrodilla ante Él y le diga que sí cada mañana. Con eso basta. Eso es suficiente.

Hay una semana sagrada en el año. Una semana santa en la que Dios me pide que me ponga en camino para agradecerle por todo lo que me regala. Una semana para la que vengo preparándome a lo largo de cuarenta días, un auténtico desierto. El alma necesitaba prepararse, orar, regalar, ayunar. Necesitaba callarse para encontrarse con Dios. Así fueron estos días de Cuaresma que termina al llegar los días de la Pascua sagrada. Sólo me pide el Señor que durante una semana lo acompañe, lo ponga en el centro de todo lo que haga y note su presencia a mi lado salvándome, rescatándome de la muerte. Necesito peregrinar espiritualmente a esos lugares santos que fueron testigos de la vida y la muerte de Jesús. Quiero hacerlo desde mi vida como es ahora, cada año es diferente. Una nueva oportunidad para morir y resucitar al lado de Jesús. Quiero detenerme para tomarme en serio mi vida, lo que me está pasando. Desde el viernes de dolores, pasando por el domingo de ramos y viviendo cada día de esa Semana Santa en la que Jesús camina conmigo cada día. Ojalá llegara con el corazón lleno a estos días, con el alma bien dispuesta. Me gustaría vivir cada día con intensidad, con alegría, con lágrimas en los ojos, con emoción. Cada día adueñándome de algún lugar desde el que poder acompañar a Jesús en su Pasión. Hay muchos lugares posibles. Desde esos ramos que cubren en el camino por el que Jesús entra en Jerusalén. Pasando por Betania, donde Jesús regresaba cada noche para estar con sus amigos. O ese Templo que necesita ser purificado, porque tenía demasiados vendedores y cambistas. Pienso en ese Cenáculo en el que Jesús amó a los suyos y celebró aquella su última Pascua. O el río Cedrón, por el que bajó Jesús con los suyos para orar en el Huerto de los olivos. O ese mismo Huerto en el que sudó sangre y presenció el sueño de sus amigos y la traición de su hijo Judas. O esa casa de Caifás donde Pedro negó tres veces y Jesús fue ajusticiado de forma injusta. O esa cisterna donde pasó su última noche orando, entregando. O ese camino entre calles llenas de tiendas que conduce al Calvario. O el mismo Calvario donde sólo María, unas mujeres y Juan presenciaron sus últimas palabras. O ese sepulcro virgen donde depositaron su cuerpo antes de que recobrara la vida. Quiero recorrer cada minuto, cada metro de ese camino que se me hace eterno. Quiero escuchar los gritos de desprecio y de indiferencia, como hoy mismo, tanta gente que no cree y se mofa, se ríe, u ofende. Tantos que no quieren saber nada de un Jesús que cargó con mis pecados y entregó su vida por mí, por mis propios pecados. Me siento muy débil al recorrer sus pasos. Es como si la vida se me escapara y no me dejara tener paz. Acompañar en el dolor no es tan sencillo. Quiero que deje de sufrir, de llorar, de padecer. Quiero evitar su suplicio, rescatarlo de su muerte. Es lo que hago con los que sufren a mi alrededor. Trato de evitarles su duelo. Leía el otro día: «Muchas veces los familiares desean que la recuperación ocurra lo antes posible porque nos quieren ver bien ya. Porque posiblemente nuestro dolor aumente el suyo. Pero para los que estamos sumidos en el dolor de la pérdida, nos angustia más. No podemos responder a algo que está más allá de nuestro poder decisivo»[3]. No quiero que sufran demasiado los que sufren. Veo mucha sangre, mucha agonía, mucha desesperanza. Es más fácil la fiesta y la alegría. Es más fácil acompañar al que está feliz, no al que llora. El dolor es muy pesado. Y como dice un Proverbio africano: «La tristeza es como un tesoro precioso, que se muestra sólo a los amigos». Jesús les mostró su tristeza a sus amigos en Getsemaní. Se la mostró a los más amados esperando que comprendieran. No entendieron, no supieron. Quisieron evitar con violencia su propio dolor. La Semana Santa es una oportunidad para enfrentarme con mis propios dolores y muertes y agonías. Aceptar la vida como es no es fácil. Busco cambiar las cosas, que no haya dolor, que me salgan todas las cosas bien, como las tenía planeadas. Me rebelo contra el mundo en su dolor. Vivir la Semana Santa es acompañar a Jesús que recorre mis propios dolores, mis angustias y me dice que todo no acaba un viernes Santo. Me recuerda que la vida tiene siempre la última palabra, eso me alegra. Quiero caminar en esta Semana Santa de la mano de Jesús. No quiero que se me pasen los días sin tomarle el peso a lo que Jesús hace por mí en cada eucaristía. Doy gracias por Él, por su vida, por su muerte, por su resurrección. Él vence la muerte y eso me da alegría al comenzar estos días. No quiero desaprovecharlos. Quiero estar atento, centrado, en oración, entregando la vida, viviendo cada día con alegría, con nostalgia. Quiero pensar que todo lo que hago tiene un sentido, deja una huella, es redimido. Todo lo que importa ha de ser salvado. Y mi camino es el que Jesús ha marcado para mí, para que pueda dar la vida. Doy gracias, alabo a Jesús en estos días. Siento que su amor es tan fuerte que me levanta de mi propia muerte, de mis heridas. Me salva en mis noches y viene a salvarme allí donde me encuentre. Yo lo acompaño desde los lugares santos. Él entra en mi vida, en mi lugar santo, allí donde habito y sufro. Me salva.

Jesús entra en Jerusalén este domingo. El pueblo lo aclama y lo recibe como a un rey: «Se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al Monte de los Olivos, y Jesús mandó a dos de sus discípulos, diciéndoles: - Id a la aldea de enfrente, y en cuanto entréis, encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, contestadle: El Señor lo necesita, y lo devolverá pronto. Fueron y encontraron el borrico en la calle atado a una puerta; y lo soltaron. Algunos de los presentes les preguntaron: - ¿Por qué tenéis que desatar el borrico? Ellos le contestaron como había dicho Jesús; y se lo permitieron. Llevaron el borrico, le echaron encima los mantos, y Jesús se montó. Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas en el campo. Los que iban delante y detrás, gritaban: - Viva, bendito el que viene en nombre del Señor. Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David. ¡Viva el Altísimo!». Siempre me conmueve esta escena. Jesús no se pone nunca en el centro. No quiere despertar expectativas equivocadas en los que le siguen. Pero este día es especial. Se deja agasajar. Es como si no le importara que le llamaran rey. Entra montado en un borrico, no es un caballo, no lleva un ejército, sino que se deja acompañar de unos discípulos que son pobres y no tienen nada, sólo a Jesús como maestro. Ese día en las puertas de Jerusalén estarían muchos amigos de Jesús. Aquellos que se quedaron encandilados con sus palabras llenas de autoridad. Esos otros a los que Jesús hizo algún milagro y no podían dejar de agradecerle por su misericordia. Estarían los amigos de Betania y esos otros amigos, hombres y mujeres que lo seguían por los caminos, una muchedumbre de curiosos enamorados. ¿Sería realmente el liberador del pueblo judío? ¿Acabaría Jesús con el poder de los romanos? Dudas, miedos y esperanza. En el rostro de todos esos hombres habría mucha ilusión, mucho anhelo oculto, muchas ganas de vencer. Soñarían con una vida para siempre, llena de gloria y majestad. Por eso aclaman a Jesús como un rey. ¡Cuántas expectativas anidarían en su corazón! No son malas las expectativas. Me hacen ponerme en camino. Me llevan a luchar. Hay esperanza detrás de cualquier derrota. Los pobres, los enfermos, se agolparían en las puertas de Jerusalén. Por fin un rey al que seguir. Un hombre poderoso que entraba de esa forma gloriosa en Jerusalén. Echan sus mantos y sus ramos de olivo cuando pasa. Gritan, cantan, están felices. Siempre me ha gustado esta alegría del domingo de ramos. Parece inútil, algo así como una ráfaga de aire fresco en medio de un calor sofocante. O una lluvia breve en la sequía. Una alegría poco importante, intranscendente. Me recuerda a muchas de mis alegrías. Esas que disfruto cada día. Son pasajeras, momentáneas. Una victoria efímera, un logro que queda olvidado mañana por la mañana. Una victoria que no es la última. A veces parece que no puedo alegrarme con las cosas pequeñas. Como si no tuviera derecho a gritar con alegría. Claro que sí puedo alegrarme con las cosas pequeñas. Con las que componen mi día. Un amanecer precioso en el mar. Una tarde fresca después de mucho calor. Un abrazo cuando me siento agotado y perdido. Una sonrisa de aliento cuando no me salen bien las cosas. Una canción alegre en medio de mis miedos y derrotas. Un silencio cómplice con mi amigo que camina a mi lado. Unas palabras de apoyo cuando más las necesito. Un pequeño éxito que guardo como un gran triunfo. Un halago inesperado. Una crítica que me ayuda a crecer. Una conversación profunda. Unas risas triviales por algo sin importancia. Una tarde con amigos donde el tiempo no importa. Un rato de oración tranquila, cuando el alma se acalla y todo parece descansar en Dios. Una mirada positiva y llena de esperanza en medio de mil batallas. Una buena noticia rodeada de muchas malas. Un brote verde cuando pensaba que todo estaba seco. Un rayo de luz en medio de la noche. Algo de paz en la tormenta. Un te quiero cuando más me hace falta. Un no importa cuando pienso que lo he hecho todo mal. Un perdóname cuando me han hecho daño. Y un te perdono cuando siento que he sido yo quien ha herido a mi hermano. Un abrazo entre amigo. Una tarde de fiesta. Un hasta siempre cuando temo las despedidas. Un paseo por el mar cuando necesito despejar mi alma. Un paseo tranquilo por un acantilado. Un libro que me deja el alma en paz y relajada. Un momento de deporte que saca de mí todas mis ansias. Un café compartido con amigos. Alegrías sencillas y cotidianas. Llenas de esperanza y anhelos. Las expectativas son buenas, porque sacan fuerzas de mi corazón. Quiero saber qué hacer cuando se frustran y no me permiten tocar ese éxito que me prometían. Quiero lidiar con la frustración igual que sé manejar las pequeñas alegrías. Ni me lleno de amargura cuando no sale todo como tenía pensado. Ni me creo que todo va a salir perfecto después de una pequeña victoria. El cielo se abre en este domingo de Ramos. Hay paz en el alma y el corazón siente que ya casi está tocando la victoria final. No es cierto, queda mucho. ¿Quién me impide disfrutar de las alegrías presentes sin amargarme cuando no llegan a ser definitivas? El momento nadie me lo quita. Las risas de ahora y la alegría que siento son un don valioso que me permite amanecer un nuevo día.

Nada impide que en este día sienta que se vienen días difíciles. Persecución, dolor, muerte. Ya desde hacía días, desde la resurrección de Lázaro, se han complicado las cosas. Ese domingo de ramos es como un estallido final de esperanza en medio de muchos miedos. ¿Qué pensaría Judas ese domingo? Tendría miedo. A lo mejor había algo de esperanza en su corazón. Tal vez no era suficiente esa aparente victoria. Un borrico, unos pocos hombres desarmados. Nada poderoso como para vencer. Escucho las palabras de Isaías y me corroboran quién entra hoy en Jerusalén: «El Señor Yahveh me ha dado lengua de discípulo, para que haga saber al cansado una palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos; el Señor Yahveh me ha abierto el oído. Y yo no me resistí, ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos. Pues que Yahveh habría de ayudarme para que no fuese insultado, por eso puse mi cara como el pedernal, a sabiendas de que no quedaría avergonzado». El rey montado en un borrico no parece un rey fuerte capaz de vencer a todos sus enemigos. Es un hombre al que pueden golpear sin que oponga resistencia. Ofreció sus espaldas, no se rebeló contra las injusticias. A veces me incomoda esa pasividad de Jesús. Como si nada fuera tan importante: «Todos los que me ven de mí se mofan, tuercen los labios, menean la cabeza: - Se confió a Yahveh, ¡pues que él le libre, que le salve, puesto que le ama! Perros innumerables me rodean, una banda de malvados me acorrala como para prender mis manos y mis pies. Puedo contar todos mis huesos; ellos me observan y me miran, se reparten entre sí mis vestiduras y se sortean mi túnica. ¡Mas tú, Yahveh, no te estés lejos, corre en mi ayuda, oh fuerza mía, ¡Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré!». Es Jesús, el mismo hombre que entra aclamado como rey en Jerusalén. Es el mismo al que pocos días más tarde gritarán deseando su muerte. El mismo al que dejarán solo colgado del madero. A veces hago así con los que me defraudan y no son capaces de cumplir mis expectativas. Me rebelo y no acepto su fragilidad. Deseo su muerte, como muchos en estos días santos.Ddías en los que el demonio y Dios luchan en singular batalla. Un hombre, el hijo de Dios, luchando solo contra el mundo: «El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre». Un hombre que se humilló a sí mismo. En el desierto, al enfrentar en la soledad las tentaciones del demonio, no cayó en sus insinuaciones. Renunció a su condición de Dios y no quiso tener grandes poderes. Le bastaba el amor. ¿Basta con el amor? No fue suficiente. Amó hasta el extremo y no pudo salvar su vida. En realidad muriendo salvó las nuestras, pero eso no quedaba claro esos días de oscuridad en los que parecía que el poder del mal era infinito y el bien se mostraba totalmente indefenso. En medio de esas luchas Jesús no se hizo dueño del poder de Dios. Pasó por uno de tantos. Se dejó insultar, herir, maltratar. ¿Qué sentido tenía tanto sufrimiento? ¿No hubiera bastado con una muerte incruenta? Si yo pudiera elegir mi propia muerte elegiría una sin dolor. Mi cobardía. Jesús no eligió su muerte. Pero sí eligió no renunciar en ningún momento al amor. Amó hasta el extremo. Quiso dar su vida por los suyos sabiendo lo que podría pasar. ¿Por cuál de sus obras buenas lo mataron? A veces el justo no es tolerado por el que vive en la oscuridad. No soporta la visión de su bondad. Los que no amaban a Jesús no podían soportar tanto amor, tanta misericordia. Esa vida tan justa y llena de bondad. No podían tolerar a ese hombre libre que no se sometía a nadie, que no se dejaba tentar por el poder. Me impresiona esa mirada de Jesús. Y cómo se muestra manso y humilde llevado al Calvario. En Getsemaní entregó sus miedos. Su Padre le regaló paz y fuerza para recorrer el camino que llevaba a la cruz. Me gusta esa actitud humilde. Creo en ese Jesús pobre e indefenso. Me gustaría ser así y poder dejar de lado mi orgullo y mi vanidad.



[1] Simone Pacot, Evangelizar lo profundo de nuestro corazón

[2] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

[3] Anji Carmelo, Déjame llorar

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