Homilía del padre Carlos Padilla - 21 de enero

Domingo 21 de enero de 2024 | Carlos Padilla

III Domingo tiempo ordinario

Jonás 3, 1-5. 1; 1 Corintios 7, 29-31; Marcos 1, 14-20

«Vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago. Jesús les dijo: - Venid conmigo y os haré pescadores de hombres»

21 enero 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«Acepto que las cosas son como son y sonrío. Mis cimientos quieren ser sólidos, firmes. No me dejo llevar por los vientos que me sacan de mi comodidad»

Me detengo ante muchas puertas cerradas. Me duele que no me acepten, no me acojan, no me abran la puerta. Yo busco continuamente que me dejen entrar y para poder ser aceptado necesito dar mi nombre, presentar mi carta de presentación, mostrar con cierta vanidad mi credencial. Me siento poderoso, con títulos, cuando así lo hago. Soy asesor, soy escritor, soy padre de Schoenstatt, soy sacerdote. Pedir posada con credenciales es más fácil que sin nada que pueda ablandar el corazón del posadero. Alguien me escuchará y querrá que entre en su casa si soy de fiar, si soy importante. Sentirá que soy digno de su morada. No me veo yendo desnudo por la vida, sin títulos, sin obras, sin méritos que poder presentar. Nadie me admirará si no ve todo lo que he hecho, aquello para lo que valgo. Tengo tanto miedo al rechazo, a la no aceptación. Mi alma clama por un hogar. Hay un grito sordo que se hace eco dentro de mí pidiendo ayuda. Que alguien me ame por lo que soy, no por lo que hago. Que me amen de forma incondicional. Sin tener que justificar mi valía. Que me miren y me acojan por ser hombre, por ser persona, sólo por eso. No es así la mirada de los que me dan posada. Y yo trato de demostrarle al mundo continuamente que valgo. A mi comunidad, a mis hermanos, a aquellos con los que trabajo. Quiero justificar mi trabajo y mi descanso. Que no me juzguen, que me acepten en su casa. Que no me recriminen por el mal causado. Que no hablen de mí a mis espaldas. Quiero ser acogido, pertenecer a un lugar, ser parte de una familia, de una casa. Es la necesidad que tengo, que veo que los hombres tienen. En México hay una expresión que utilizan con naturalidad: «El otro día estaba en mi casa, su casa, y me sucedió tal o cual cosa». Mi casa es casa de aquel con el que hablo. Es la aceptación del que llega en mi vida. ¿Acepto a cualquiera? A veces siento que en mi vida, en mi cercanía no acepto a todos. Pongo mis condiciones. Exijo que sean de una determinada manera. Les pido que se comporten de manera adecuada. Que hagan las cosas bien, como a mí me gustan. Entonces les daré posada, tendrán sitio en mi vida. En la canción que cada año canto en las posadas el posadero está nervioso. No quiere que sean malas personas los que quieren entrar. No quiere que alguien extraño le haga daño. Lo entiendo. yo también mantengo cerrada mi posada. He colocado altos muros y protecciones. No deseo que vengan a mí los que no se merecen mi cariño, ni mi amistad. Marco las distancias. Y si me han hecho daño con su desprecio o con su maldad seguro que no podrán caber en mi vida. Una casa de puertas cerradas es un hogar estrecho, limitado, demasiado pobre. Me gusta abrir mi casa, mi alma y dejar que otros miren y se asomen. Me da miedo exponerme y mostrarme vulnerable. El que abre su casa para mí se expone siempre. Deja que acceda a su intimidad, permite que juzgue con mi mirada, con mis silencios, con mis palabras. Me gustaría dejar fuera de mi vida al que desea mi mal. ¿Cómo logro distinguir al peregrino bueno del malo? ¿Cómo puedo reconocer a José, María y el Niño en los que vienen a mi vida queriendo entrar? Me da miedo abrir y al mismo tiempo sé el dolor que causa cerrar mi puerta. Esconderme con las ventanas cerradas, a oscuras, para que nadie sepa que estoy. Confiar en otros, abrir mi corazón a mi hermano es sano. En ocasiones puedo vivir en comunidad, en familia rodeado de hermanos y ser una tumba. Nadie tiene acceso a mi verdadero yo. No saben lo que me pasa, lo que necesito, lo que sufro o siento, lo que me alegra o motiva. Tengo miedo del juicio de los demás y vivo escondido dentro de mis cuatro paredes. Mi posada no es posada porque no acoge a nadie. Belén tiene que ver mucho con esa necesidad que tiene el hombre de encontrar un hogar en el que descansar, una familia en la que hallar morada. Al final el canto de las posadas siempre acaba bien. Los peregrinos, que son santos, son dignos, entran en la casa. ¿Qué hubiera pasado si sólo hubieran sido unos pastores? Mis prejuicios me alejan de mi hermano. No acepto a todos con la misma actitud. Hago acepciones. Juzgo por cómo visten, por la forma como se comportan, hablan o actúan. Y así no crezco como persona. Quisiera tener mi posada siempre abierta y poder decir con sinceridad esas palabras: mi casa es tu casa.

Me gusta pensar en las fuentes de mi alegría. Pienso en tantas cosas que me hacen infeliz y me resulta fácil hacer una lista. Me turban la violencia de las personas, sus gritos, sus malas palabras. Me entristecen las críticas. Siempre pienso que el que critica a otros también me acabará criticando a mí. Me duelen las injusticias. Esas que yo sufro más que ninguna, pero también las que otros sufren. No puedo arreglarlas, no puedo reparar el mundo que está tan roto y eso me produce tristeza. La vida siempre es injusta. La impunidad me duele, hay una ley para que se haga justicia pero no se aplica porque hay otros intereses. Me duele cuando me imponen la realidad y no puedo cambiarla. Quizás tengo esa tendencia a querer controlarlo todo y cuando no lo consigo, y el mundo se me escapa entre los dedos, me pongo nervioso, me lleno de rabia e impotencia. Conozco la tristeza que me provocan mis miedos. Cuando miro el futuro incierto y pienso que tal vez no voy a poder con todo lo que me toca hacer. Y me faltan las fuerzas antes incluso de comenzar a hacer nada. La tristeza me puede cuando no soy capaz de enfrentar mis miedos. Huyo, escondo la cabeza bajo la tierra, huyo hacia delante. No enfrento a esa persona que me da miedo. No le digo nada y no soy capaz de enfrentar la vida con verdad. La tristeza viene a mí con las mentiras que escucho, con los engaños, con las difamaciones. Quiero defender mi honra, ni honor, mi orgullo. Vanidad, es solo eso. La tristeza viene a mí cuando no recibo tanto amor como el que entrego. Tengo expectativas y no se cumplen. Alguien no hace lo que espero y me frustro. Siento una tristeza honda cuando no me abrazan esperando ser abrazado, o no me hablan, o no me responden, o no me buscan, o no me prefieren, o no me eligen. Tengo tantas tristezas evitables en mi alma que me lleno de rabia contra mí mismo. Si supiera manejar mejor mis emociones. Si tuviera la madurez para enfrentar la vida con paz. Las guerras me turban y me entristecen. Las luchas entre hermanos, entre amigos, entre padres e hijos. Y sufro con ellos. Me entristece el pecado. El primero el mío. Pero también los pecados que escucho. Pienso que a Dios también le entristece, no se enoja, sólo deja de sonreír porque sabe que el pecado me quita la alegría. Tengo claras las fuentes de mis tristezas y sigo yendo a ellas a beber agua. Parece una incoherencia pero es así. Intento dejar atrás esas fuentes pero no puedo. Se elevan sobre el cielo esos miedos, esas injusticias y el día se vuelve gris. En ese momento de turbación quiero hacer el esfuerzo de buscar mis fuentes de alegría. Esas fuentes que llenan el pozo de mi alma de un agua cristalina. Pienso en los abrazos que calman mi sed, en las sonrisas auténticas, en las palabras sinceras. Pienso en una tarde paseando por un bosque lleno de luz. O caminar descalzo por la orilla de mi mar. Pienso en esa conversación sencilla, tranquila, sin grandes pretensiones, trivial incluso que llena el corazón de paz y de raíces hondas. Pienso en los cantos que me llenan de alegría honda y verdadera. Creo que encontrarle un sentido a mi vida es lo que me da más alegría. Aceptar que estoy donde tengo que estar, donde puedo ser yo mismo y dar lo más auténtico que hay en mi corazón. Porque lo que importa es lo que estoy viviendo ahora, con verdad, con honestidad. Sin pretender estar en otra parte, sin querer regresar a un pasado que ya no existe. Y creer que todo va a estar bien y que el futuro va a ser mucho mejor, a mi manera. Las personas fieles, los amigos, los familiares, los que han echado hondas raíces en mi interior me dan alegría. Una alegría que nadie me puede quitar. Igual que ver una buena película, leer un buen libro, escuchar una música que me calma por dentro. Me alegra ver los avances en la vida. Las cosas que mejoran. Los jardines que florecen y están más bellos. Me alegra decir la verdad y no vivir mintiendo. Aceptar mi presente siempre con una sonrisa. Me alegran los buenos amigos y los que me quieren por lo que soy, no por lo que hago, no sólo si me porto bien. Me alegra un atardecer frente a un acantilado y un paseo sencillo por cualquier parte. Me alegra ir de compras aunque no compre nada. Tomar un chocolate caliente en un lugar seguro, resguardado del frío de la calle. Me alegra un saludo inesperado, un regalo que me hace abrir los ojos asombrado. Me alegra la fidelidad en el amor, en la entrega. Me alegra abrir mi alma a un desconocido. Y pasear en un tren viendo pasar a mi lado paisajes de ensueño. Me emociona emprender cada año un camino nuevo de Santiago. Nadar en una piscina y en un mar sereno. Jugar a cualquier juego y reír aunque pierda. Ver tenis, jugar tenis. Correr a cualquier lado. Me gustan las buenas comidas, me llenan de alegría, comer siempre entusiasma. Leer un libro ameno, de estos que hablan de las cosas que de verdad importan. Me gustan las historias que edifican. Y las vidas que viven el dolor con altura, con una mirada nueva, santa, llena de vida. Me emociona ver que en el dolor los corazones se unen y se apoyan, eso me causa alegría. Sueño con una alegría serena que las circunstancias no me quiten. Deseo que salgan bien mis sueños y si no salen, lo prometo, no quiero perder la alegría.

Hay algo en el crecimiento personal que no se ve. No se ven ni el esfuerzo, ni el sacrificio, ni la entrega. No se ven las renuncias que hago en la oscuridad de mi cuarto. No se ve esa fidelidad diaria que pasa casi desapercibida. No se ve lo que no hago, a veces ni siquiera lo que hago y no cuento, no lo anuncio, tampoco lo explico. Es más la madera del árbol que hay en forma de raíz bajo la tierra que la madera de su tronco y de sus ramas. El árbol sin raíces profundas no logrará mantenerse firme en medio de los vientos y de las tormentas. Tener raíces profundas me garantiza tener agua, vida, estabilidad y esperanza. Lo que no se ve puede ser más que lo que veo. Lo que anuncio de mí en las redes sociales es una mínima parte de mi identidad, de lo que soy de verdad. Soy mucho más que una imagen, que unas palabras, que unos hecho conocidos o desconocidos. Soy mucho más que mis decisiones y que lo que soy para los demás. Soy más que mis pecados o que mis actos heroicos. Lo que no se ve cuenta casi más que lo visible. Lo malo es cuando dependo tanto de lo que se ve. Quiero gustar, atraer, necesito que me admiren. Como si necesitara ser validado por el mundo para poder seguir existiendo. Que yo sea más de lo que parezco depende más de mis raíces, de lo que no se ve, de lo que no se sabe. «Era cierto, cada uno tenemos nuestra verdad, en la que creemos a ciegas y a la que nos aferramos para sentirnos seguros. Tras la que nos escondemos para huir de nuestros miedos»[1]. Hay una verdad escondida bajo mis ropajes, oculta, dormida. Como una raíz, como una roca. Y es que sin cimientos mi vida es demasiado frágil. Sin unas raíces firmes o sin unos cimientos sólidos no sobrevivo. Dios necesita tirar los viejos cimientos, ya gastados, para volver a empezar. Lo que se invierte en construir un muro de contención y sus cimientos es mucho más que lo que se invierte en lo demás, en lo que se ve. Yo quiero ver resultados, admirar la belleza externa, pero sin invertir tiempo y esfuerzo en construir cimientos sólidos nada funcionaría. ¿Cómo son los cimientos de mi vida? ¿Sobre qué terreno he construido mi historia, mi hogar, mi casa, mi alma? Sobre la arena de la playa, que no tiene profundidad. Sobre la roca de una montaña que desafía las tempestades. Me gusta esa imagen de la casa. Esa solidez que mi vida necesita. Para no sentirme desvalido y sin rumbo, sin norte. Saber de dónde vengo me da seguridad. Conocer el sentido de mi vida me da proyección y mucha paz. Descubrir que estoy donde quiero estar, donde Dios quiere que esté es lo más sano en mi vida. Aceptar que este es mi presente y no tener dudas constantes. Sonreírle al mal tiempo, alegrarme en medio del frío, disfrutar los duros calores. Tener paciencia, perseverar, ser fiel en lo pequeño sin importarme el tiempo que necesito para vivir. Reconocer rostros amigos y emprender esa acción solitaria y hermosa de cavar hondo, excavar en la roca, colocar cimientos sólidos, construir sobre una base que nadie pueda destruir. Decía el P. Kentenich: «El mal radica en que la vida interior del ser humano se ha debilitado, más aún, se está extinguiendo. Y una dolencia así no se cura con cosas superficiales, sino únicamente haciendo tomar conciencia al mundo de la vida espiritual»[2]. Me falta cavar hondo y arriesgarme a llegar a lo más íntimo, a lo más sagrado, a lo más oscuro de mi alma. Allí donde temo encontrarme con mis peores pesadillas. Me asusta nadar en las aguas profundas donde no se ve nada. Allí quiero dejar todo lo que me pesa para volver luego a la superficie. Nadar en lo profundo. No tengo miedo a lo que me pueda encontrar. Quiero ser yo con mi vida cimiento de una vida nueva. Quiero que mi vida sea roca sólida. Me gustaría no dudar, no tener miedo, ponerme a disposición de la voz que me llama cada día aun cuando me pueda confundir al interpretarlas. Necesito llegar a lo hondo de mi alma y encontrarme allí con Dios. Él me llama por mi nombre. Pronuncia ese ideal sembrado por Él desde mi concepción. Quiero conocer a Dios, saber quién es. Quiero conocerlo y saber lo que quiere de mí. Necesito construir cimientos firmes para llegar a tener una personalidad estable. Quiero ser roca y seguro para los que viven a la deriva sin saber a dónde caminan. Deseo tener una mirada firme y segura. Me gustan las personas que tienen cimientos hondos y estables. Lo que piensan algo hoy y lo siguen pensando mañana. Lo que han decidido un día en medio de la noche lo mantienen a pleno día. No cambian de color dependiendo del lugar dónde se encuentren y de con quién caminan. Se conocen muy bien a sí mismos y saben que Dios los va a utilizar para construir una gran obra. Son sólo cimientos, rocas sólidas y firmes que quedarán ocultas bajo el edificio. No importa si son o no muy bellos. Lo que cuenta es que sean firmes, sólidos, fuertes. Necesito ahondar para encontrarme con unos ojos que me miran en mi verdad. No tiemblo en medio del silencio de mi alma. Acepto que las cosas son como son y sonrío. Mis cimientos quieren ser sólidos, firmes. No me dejo llevar por los vientos que me sacan de mi comodidad.

La conversión entraña un cambio de comportamiento, pero va más allá. Es algo más profundo. Se trata de un cambio en mi naturaleza. Es un cambio tan fuerte que Jesús y sus profetas se refieren a él como un nuevo nacimiento, un cambio del corazón y un bautismo de fuego. Es un nuevo comienzo. Un volver a ser alguien igual y diferente al mismo tiempo. ¿Es necesaria la conversión? Se dice que primero uno se convierte en un comienzo y más tarde, con el paso del tiempo, puede que suceda una segunda conversión. No fue suficiente con el primer cambio. No bastó con lo que Dios logró hacer en mi primer nacimiento en la fe. Hace falta algo más. Que algo nuevo suceda y haga así nuevas todas las cosas. Jesús, después del bautismo en el Jordán, ha entendido cómo ha de comenzar su misión: «Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: - Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: - Convertíos y creed en el Evangelio». Jesús sigue en la línea del mensaje de Juan el Bautista, quien había llamado a los que lo seguían a la conversión. Cambiar es lo que todos desean. Yo también quiero un cambio en mi vida. Comienza el año y deseo cambiar cosas. Para obtener mejores resultados, para vencer la pereza. No es tan fácil cambiar. El corazón se resiste al cambio, a dejar de hacer las cosas como hasta ahora las ha hecho. Siempre me conmueve la historia de Jonás. Es el profeta de la conversión. Al principio no quiere predicar porque está en contra de esa misericordia excesiva de Dios. El pueblo está corrupto y no desea predicar para que cambien. Al final Dios lo persigue y lo persuade. Pasa tres días en el seno de una ballena y salva su vida. Al final sólo le queda aceptar su vocación: «En aquellos días, vino la palabra del Señor sobre Jonás: - Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predícale el mensaje que te digo. Se levantó Jonás y fue a Nínive, como mandó el Señor. Nínive era una gran ciudad, tres días hacían falta para recorrerla. Comenzó Jonás a entrar por la ciudad y caminó durante un día, proclamando: - ¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida! Creyeron en Dios los ninivitas; proclamaron el ayuno y se vistieron de saco, grandes y pequeños. Y vio Dios sus obras, su conversión de la mala vida; se compadeció y se arrepintió Dios de la catástrofe con que había amenazado a Nínive, y no la ejecutó». Al final el pueblo cambia y Dios tiene misericordia de todos. ¿Es antes la conversión o la misericordia? ¿No será que el amor de Dios provoca el cambio del que es amado? Creo que el corazón cambia cuando se siente amado. Me convierto cuando experimento un amor hondo en mi alma, cuando Dios me abraza y me dice que mi vida vale la pena. El amor consigue que siga los caminos del Señor. Me emociona la oración que he escuchado en el salmo: «Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador. Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes». Cambio porque he sido amado. Comienzo un nuevo camino cuando la mano de Dios me sostiene como a un niño. Descanso en la palma de la mano de Dios. Su misericordia es más poderosa que todos mis intentos por ser mejor. El amor logra en mí lo que la voluntad no consigue. ¿Cuántas cosas buenas he hecho en mi vida movido por el amor? Muchísimas. Porque amo y me sé amado logro lo que me parecía imposible. Alcanzo las más altas cimas. Llego a las cumbres más difíciles. Por amor, para que la persona a la que amo sea feliz y así hacer realidad sus sueños y deseos. El amor que recibo, el amor que doy. Me gusta esa forma de ver la vida. La conversión no sucede a fuerza de golpes, con actos voluntaristas. La verdadera conversión es fruto del amor. Las personas que más cambian en la vida son las que han sido más amadas. Y cuando no hay amor en mi vida, cuando noto una soledad lacerante en el corazón, es complicado encontrar las fuerzas para cambiar. Es imposible que logre salir de mis miedos y ponerme en camino. Tiene que haber alguien que me empuja para llegar más lejos. Alguien que cree en mí cuando ni el mundo ni yo mismo logra creer. Ese amor que recibo es transformador. La misericordia realmente es la que me hace cambiar. Jesús pasó pidiendo la conversión, pero antes de eso perdonó a la mujer adultera, expulsó los demonios de la endemoniada, comió con prostitutas y publicanos, se rodeó de aquellos que se encontraban fuera de la ley de Dios, marginados y proscritos. Y parecía que no les exigía el cambio. Los perdonaba a cambio de nada. Como si fuera suficiente con estar ahí, junto a Él, sin necesidad de cambiar sus comportamientos más profundos. Creo que es un milagro la conversión. Algo que sucede en mí casi sin darme cuenta. Me ha tocado muchas veces ver cómo hay personas que cambian sin hacer nada para cambiar. Dios hace el cambio en ellas. Uno las ve un día, las vuelve a ver más tarde y ya son diferentes. Han tocado el amor de Dios en sus vidas y han visto que todo podría teñirse de otro color. Me gustan esos cambios profundos que suceden por obra de Dios. Eso es volver a nacer. Eso es cambiar de una forma definitiva. A partir de ahí todo será más fácil.

Las palabras de S. Pablo siempre me sorprenden. ¿Qué me quiere decir Dios en ellas?: «Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la representación de este mundo se termina». La vida es pasajera, se termina. Cuando menos lo espere llegará a su fin. Hago planes, proyecto, sueño y un día me cortan la trama de mi vida. Pensaba que todo iba a ser de una manera y no resulta como esperaba. Pensaba que tenía todo el tiempo del mundo y se acaba. Sólo me queda entonces vivir como me aconsejan. Amar, poseer, tener, hacer como si no amara, no poseyera, no tuviera, no hiciera. Me parece contradictorio si lo interpreto mal. Lo que me dice no es que no ame de verdad, o que no haga con pasión lo que me toca hacer. Dios me invita a vivir con mucha libertad en todo lo que hago. ¿Es eso posible? Cuando amo retengo. Cuando hago quiero seguir haciendo. Cuando poseo no quiero perder nada. Cuando estoy alegre me niego a que pase ese momento de paz y felicidad. Pero luego pasa. El mundo cambia y dejo de tener lo que antes me hacía feliz. Sé que los dolores de ahora forman parte de las alegrías de entonces, cuando poseía. Y las alegrías de ahora serán parte del dolor que venga, cuando suceda. No importa. Es quizás esta la verdadera santidad a la que Dios me invita. Vivir en el mundo sin ser del mundo. Echar raíces sin cortar las alas. Amar hasta el extremo sin temer perder. Como si fuera fácil vivir de tal manera que el morir sea más sencillo. Vivir aceptando la vida como es, dejando a un lado esos temores que parecen llenar el alma de incertidumbres. Quiero vivir la santa indiferencia. Saber que hoy tengo esto y estoy aquí. Hoy las cosas son de esta manera y mañana podrán ser otras las circunstancias. Aprenderé a vivir con paz todo lo que venga y no me angustiaré al sentir que el mundo se acaba de repente. Sonreiré más, porque reír merece la pena. Como leía el otro día: «No existe el verdadero amor sin libertad. Debes estar con Inés porque a ti te gusta estar con ella, no solo porque a ella le guste estar contigo. No sé si me explico. Y reíd, Gabi. Si sois libres y os reís juntos, tendréis éxito»[3]. Amar con libertad, querer sin retener. Poseer sin atar, no querer ganarme el futuro incierto a base de seguros que no son reales. La incertidumbre siempre acompañará mis días. Y tendré paz, libertad, santa indiferencia. Vivir de esa manera me parece imposible. Porque hago cálculos y trato de tener para mañana. No quiero vivir el hoy sin preocuparme por lo que vendrá más adelante. Me parece demasiado riesgo. Quiero vivir una vida plena y alegre y no me gusta cuando las cosas no son como yo deseo. No me acostumbro a la escasez lo mismo que a la abundancia. Cuando tengo mucho retengo. Cuando me van bien las cosas almaceno queriendo conservar para cuando no haya. Vivo atado a la realidad que me gusta con miedo a que sucedan cosas que lo cambien todo. Libertad interior para amar hasta el fondo del alma. Sin miedo a que un día todo desaparezca. Vivo el presente que es lo único que puedo abarcar con mi mirada. Lo que depare el mañana no está en mis manos, no me pertenece. He aprendido a saborear los instantes sagrados que la vida me regala. Sabiendo que hoy están y mañana quizás no. El pasado no puede pesarme tanto que no me permita caminar. Si es así quiere decir que tendré que soltar lastre para poder llegar más lejos y alcanzar cumbres más altas. Me gusta esa invitación de S. Pablo a ser más libre, más santo, a tener más indiferencia en el corazón. Es cierto que no da igual ganar que perder, pero debería aprender a tratar el éxito y el fracaso como lo que son, dos impostores. No me asusta que la vida no sea tan larga como he soñado. No hago tantos planes que no le deje a Dios espacio en mi vida. Cada día tiene su afán y cada batalla llega cuando tengo las fuerzas para afrontarla. Los amores son eternos pero como la vida es caduca siempre me dejan un poso de nostalgia cuando se acaban los días. Aprovecho a decir las cosas ahora que puedo. No me guardo nada para mañana buscando mejores oportunidades, no tiene sentido. No tengo miedo al futuro porque ya le he dado el sí en mi corazón con confianza. Me gusta lo que leía hace tiempo: «A cada instante que pasaba me iba soltando más, como si me desprendiera de algo cada vez que me dejaba llevar. Sin pensar. Era la única forma de liberar a mi verdadero yo. De conocerlo por fin tras toda una existencia encerrado bajo el miedo a decepcionar a las personas que me rodeaban. Temiendo quedarme sola. Temiendo que dejaran de quererme si expresaba lo que realmente sentía. Y no me daba cuenta de que todo aquello que temía era lo que necesitaba para ser feliz»[4]. Será lo que Dios quiera. Sólo Él sabe lo que de verdad me conviene. Me libero de lo que me pesa, de lo que me ata. Quizás las cosas no se parezcan en nada a las que un día tuve. Puede que pierda todo y aun así no desaparezca de mi rostro nunca la sonrisa. Confío en que todo a mi alrededor será mejor si me dejo llevar y no pongo tantas resistencias al cambio. Cambiar es de sabios y quiero dejarme cambiar por ese Dios que me lleva en sus manos. Esa confianza y ese amor son los pilares de mi vida. Sé que todo lo demás es efímero e importa poco.

Me gusta la llamada de Jesús a seguirlo. Esa invitación resuena en mi corazón: «Pasando junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago. Jesús les dijo: - Venid conmigo y os haré pescadores de hombres». ¿Acaso querían ellos cambiar de vida? ¿Necesitaban convertirse en pescadores de hombres? ¿Qué significaba eso realmente? El corazón se enamora y hace locuras. La vida en las barcas, en el lago, pescando peces y sacando adelante su familia ya era bastante exigente. ¿Por qué querría dejar Pedro a su familia y su futuro con su mujer? ¿Qué tenía Jesús que era irresistible? La respuesta de los discípulos es sorprendente: «Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con Él». Lo dejan todo y se van con Él. No tendrán nada seguro, ni siquiera un lugar en el que reclinar cada noche su cabeza, y se van con Él. No entienden eso de pescar hombres pero hay algo en Jesús a lo que no pueden resistirse. Ya Juan y Andrés lo conocían, lo habían visto y habían pasado un día con Él. Ahora el resto se enamora de esa vida llena de incertidumbres. ¿Es posible dejar todas las seguridades para abrazar una vida nueva e incierta? ¿No sería una huida de los problemas? Es difícil de comprender. Unos hombres jóvenes y llenos de energía, de futuro, se empeñan en seguir a un maestro por los caminos. Hay algo en el amor que la razón no comprende. Hay algo en ciertas decisiones que siempre me resultará incomprensible. Seguir a Jesús yendo contra la lógica de una vida ordenada, de una vida según el plan que Dios me había regalado desde el nacimiento. ¿Para qué es necesario hacer algo tan diferente que muchos no van a comprender? Se convierten en seguidores del Maestro y después se convierten en un grupo de hombres peligrosos para la estabilidad del pueblo. ¿Querrán matarlos como a Jesús? Tendrán luego miedo cuando llegue la hora. Sólo Juan permanecerá al pie de la cruz. Los demás estarán escondidos, huidos. No era seguro ser uno de los que seguían al Maestro. Necesitarán la fuerza del Espíritu Santo para seguir los pasos del Maestro hasta la muerte. Pero ahora el único plan es vivir sin planes. ¿Es posible vivir sin saber qué va a ser de mí la próxima semana? Me gusta tenerlo todo planeado, asegurado. Para que no me alteren mis planes y no hagan fracasar mis deseos. Jesús me invita a vivir locuras, a ir detrás de Él por los caminos. Sabe que puedo hacerlo si confío. Sabe que puedo soltar todo lo que me ata para estar a su lado. A cambio de nada me ha salvado. A cambio de una vida entregada por amor. Unas palabras sobre el amor parecen poner en duda la decisión de estos hombres: «El amor no lo es todo. No lo puede todo. El amor es complicado, no funciona en línea recta. Se mueve en círculos y curvas. Y si no sabes con seguridad adónde te diriges, es muy probable que acabes perdido»[5]. ¿Sabían hacia dónde se dirigían? No tenían ni idea. Soñaban con un mundo mejor, más libre. Cada uno en su corazón imaginaría lo que iba a ser vivir con Jesús. No conocían sus planes concretos. Habían dado un salto en el vacío, se habían arriesgado a dejarlo todo sin tener nada seguro donde refugiarse. ¿Y si todo salía mal y acababan deteniendo al Maestro? No podía ser, pensarían. Era el Hijo de Dios, no podía morir, no podía ser derrotado. Tendrían la idea de un mundo nuevo construido sobre la confianza en un amor más grande, un Dios hecho carne que había venido a hacer milagros y salvar sus vidas. Se sentían tan seguros a su lado. ¿Sabían a dónde iban? Un amor sin rumbo, un amor a la deriva. Es peligroso el amor cuando se entrega sin tener claros la meta ni los planes. Se ponen en camino porque confían en el amor de Jesús. Nada malo les pasará, piensan. En mi vida no soy capaz de dejarme llevar por ese amor más grande. No soy capaz de soltarlo todo y dejarme llevar. No tomo decisiones grandes. Jesús me invita a ser pescador de hombres, a dejar mis límites, a vencer mis reticencias y ponerme en camino. Le digo que sí con prontitud, como los discípulos. Le digo que sí, que lo amo y que no me importa caminar sin un rumbo fijo, aunque lo pierda todo. Confío en su amor, eso me basta.



[1] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

[2] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

[3] Rafael Tarradas Bultó, El valle de los arcángeles

[4] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

[5] María Martínez, La fragilidad de un corazón bajo la lluvia

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