Homilía del padre Carlos Padilla - 19 de noviembre

Domingo 19 de noviembre de 2023 | Carlos Padilla

Domingo XXXIII Tiempo Ordinario

Proverbios 31, 10-13. 19-20. 30-31; 1 Tesalonicenses 5, 1-6; Mateo 25, 14-30

«Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos. Bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor»

19 noviembre 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Saber optar por el camino correcto, por la vida que me llena de luz. Saber tomar decisiones sabias es un don de Dios, algo que tengo que aprender cada mañana»

Me detengo ante la imagen de María. La patrona de Madrid es la Virgen de la Almudena. Cuando Madrid era un pueblo y fue ocupada por los musulmanes y, antes de que llegaran, una mujer de nombre Maritana escondió la imagen de la Virgen que los cuidaba en una muralla. Dentro dejó encendidas dos velas para que la acompañaran en el encierro. En el siglo XI, en el momento de la reconquista de la ciudad, se oró para que apareciera la imagen que había sido escondida. Un trozo de la muralla se desmoronó y ante los ojos del pueblo apareció de nuevo esta imagen escondida. Las dos velas permanecían encendidas. Cada año me vuelvo a conmover. La fe de una mujer guardó esa imagen. La fidelidad de esas velas escondidas que no dejaron de iluminar y velar a María en su soledad. A una Madre se la protege con la vida. Ella me cuida, es cierto, en mi vulnerabilidad. Y yo la protejo a Ella, para que nadie le haga daño, para que no sufra. Ante esa misma imagen me conmuevo en este día. Y le pregunto a María, como dice una canción: «¿Cómo lo hiciste María para guardar tantas cosas en tu corazón? ¿Cómo pudiste María creer que era posible lo imposible en tu vida?». ¿Cómo pudo Ella creer en lo imposible? ¿Cómo fue capaz de perseverar en su vida junto a su Hijo? ¿Cómo pudo creer en la anunciación la voz de un ángel? ¿Cómo pudo saber que ese niño en Belén era Dios y no sólo un hombre? ¿Cómo aguantó esa espera eterna en Nazaret, guardando silencio, dejando que todo reposara en su alma? ¿Cómo vivió con entereza los aplausos y los insultos, las vejaciones que sufrió su hijo y al final su muerte? ¿Cómo pudo mantenerse firme a los pies de un madero lleno de injusticia? ¿Cómo pudo hacerlo? «Si yo tuviera tu fe, María». No la tengo, me duele el alma. Me cuesta comprender tantas cosas en mi corazón. Soportar tantas injusticias y dolores. Tantas soledades y faltas de amor. ¿Cómo pudiste, María? No sé llegar tan lejos, tan alto, tan hondo. Miro tu imagen que rompe las murallas en las que me encierro, en las que el mundo se encierra. Dentro hay un fuego encendido, el del amor imposible, incondicional y sagrado. Ese amor que es capaz de vencer los contratiempos y hacerse fuerte en todas las luchas. Me gustaría tener un corazón como el tuyo, María. Tan grande, tan puro, tan inocente, tan fuerte, tan hondo, tan lleno de luz, de fuego, de esperanza. Mi corazón no es como el tuyo y tiembla. Y ante ti me pregunto: «Si yo tuviera la fe para mover montañas. Si logrará caminar sobre las aguas. Si supiera acabar lo que comienzo. Y vencer tantos miedos que me impiden soñar. Si supiera abrazar sin retener a nadie. Si lograra vivir sin todas las respuestas. Si supiera sonreír entre tanto llanto Y lograra calmar a los que tienen miedo». Me gustaría tener tanta fe para mover las montañas, para creer en lo imposible, para sobrevolar las alturas. Tanta fe como para caminar sobre esas aguas en medio de la tormenta. Cuando todo es frágil y la vida se escapa entre los dedos. Tanta fe para terminar lo que he comenzado con fuerza, creyendo que voy a llegar a la meta. Tal vez pensaba en un omento que era más fuerte. Luego las dificultades me hicieron dudar. ¿Por qué has dudado? Me dirá Jesús al sacarme del agua. ¿Por qué temblaste cuando ibas a buen ritmo venciendo los obstáculos? Yo temblé porque no sé cómo lo hiciste, María. Porque me falta la fe de aquella mujer que encendió dos velas y las dejó junto a una imagen encerradas en la muralla. Yo tengo una vela encendida en mi alma. He construido una muralla en mi corazón para protegerla, para protegerme. Para llegar más lejos, o más alto. Me falta fe. No tengo esa hondura, ni esa fidelidad. Quiero abrazar con la ternura de María, sin retener, sin poseer, sin querer guardar lo que no es mío, dejando ir, dejando libertad, abriendo caminos en la noche llenos de esperanza. Si pudiera vivir sin respuestas, tengo tantas preguntas. Y pretendo que un ángel me las responda, o el mundo, o alguien escondido en algún lugar me desvele mis misterios. Caminar con dudas es mejor que no caminar. Soñar con preguntas abiertas es mucho mejor que nunca haber soñado. Me gustaría sonreír cuando las cosas no sean las que esperaba. Reír a carcajadas en los fracasos y en las soledades. En las tinieblas y en las tormentas. ¿Cómo lo hiciste, María? No lo sé, te miro conmovido. Quiero tener más fe y aprender de ti, de tu manera de vivir la vida, de entender los caminos. Me gustaría alentar a los que tienen miedo. Levantar su ánimo, sostener su fragilidad, con la ternura de María, con su firmeza, con su paz. Me gustaría sostenerlos para que no decaigan, para que no dejen de creer. La fe es tan frágil. Si yo tuviera tu fe, María.

La vida transcurre a mucha velocidad. ¿Qué voy a dejar en la tierra a los que amo cuando me vaya? Me da miedo pasar de largo y no dejar huella. Pasar sin amar, sin echar raíces, como si nada calara hondo en mi corazón. No quiero vivir en la superficie de las cosas. Sé que ahondar me angustia, porque no sé lo que me voy a encontrar. Tal vez necesito llegar ante alguien y esperar a que me diga qué siento y cómo me encuentro. Necesito pararme a pensar si siento algo, si me duele algo en mi interior. No sé bien lo que me pasa y a veces justamente eso es lo que me pasa. Que no me entiendo, que no logro ponerles palabras a los sentimientos. Las emociones son breves e intensas. Los sentimientos largos y duraderos crean un estado de ánimo. Me siento alegre, me siento triste, enojado, o herido. El sentimiento tiñe todo lo que hago. ¿Qué puedo hacer con lo que siento? ¿Cómo logro manejar la marejada interior? Me detengo a mirarme frente al espejo. ¿Qué tiene que cambiar a mi alrededor para que mi vida sea mejor? He comprendido que la felicidad no se encuentra en lo que me pasa sino en la forma que tengo de enfrentar lo que me sucede. Dos personas viviendo lo mismo pueden hacerlo de forma diferente. Siempre es así. Uno puede vivirlo de forma confiada y con paz. El otro puede llenarse de rabia y vivirlo de forma confusa y triste. Mucho tiene que ver con mis pensamientos, con esas ideas que adquirí de pequeño y quedaron grabadas como mandamientos, como principios fundamentales y absolutos. De repente se activan y desencadenan una oleada de malestar. ¿Cómo detener el río cuando va cargado de agua rumbo al mar? No puedo construir diques. Puedo dejar pasar el agua, que fluya, que se escape lejos de mí. Me gustaría vivir así la vida. Tomarme en serio sólo lo realmente importante. Y dejar pasar lo que no me afecta directamente, lo que no es realmente grave en mi vida. Hago una lista de prioridades. ¿Qué es lo que de verdad importa? Leía el otro día: «Quien conoce y sigue a Jesús va disfrutando cada vez más de la bondad insondable de Dios»[1]. Necesito conocer a Jesús y seguirlo. Son condiciones que no es tan fácil cumplir. Estar cerca de Jesús, amarlo, conocerlo en su hondura y saber cómo es Dios. ¿Tendré la imagen correcta de Dios? Cuando no es así puedo vivir con miedo mi relación con el más Allá, con Dios. Porque creo que me juzga en todo lo que hago y no le gusta lo que ve. Pensar que Dios me ama de forma incondicional es un paso definitivo. Sentir que su amor por mí es hondo y verdadero. ¿Me siento amado de esa manera? No lo siento, no lo veo, no lo toco. Es como una realidad etérea que se me escapa. No alcanzo a ver su rostro en la nebulosa de mi vida. ¿No he sentido su abrazo por la espalda muy a menudo? Me da miedo ser un hombre de teorías, de ideas claras sobre la vida, sobre lo que hay que hacer. Y a la vez verme incapaz de amar con toda mi alma. Lo que Dios quiere es que su amor me ayude a amar a otros. Lo que permanece en el tiempo es el amor. Es querer al otro como es, admirarlo en su grandeza, confiar en él en toda circunstancia, seguirlo sin sospechas, sin poner en duda su palabra dada. El amor coloca al amado en un lugar prioritario. ¿Será posible hacerlo? ¿Amo así a quien amo? Amar supone dejar que el otro exista junto a mí y lograr que saque su mejor versión. Cuando amo acepto, acojo, abrazo, comprendo, asiento. Descubro la belleza de la persona amada. Y lo sigo por los caminos. Amar me pone en movimiento porque deseo estar con aquel a quien amo. Leía el otro día: «Jesús invita a reconocer qué es importante desear en la vida como guía para cualquier paso ulterior, incluso de curación»[2]. Lo que deseo me pone en camino hacia la persona a la que amo. Y así paso a necesitar su presencia porque me da vida. El amor crea una necesidad en mi alma. Aquel que está a mi lado, a quien amo, se convierte en necesario. Su vida me llena el corazón. Siento que a su lado soy mejor persona, tengo más paz y alegría. Cuando amo y me sé amado todo funciona mejor. El amor enaltece y saca lo mejor de mí. Cuando alguien me ama me puede decir lo que quiera y sé que voy a tomarlo bien, porque viene de aquel que desea sólo mi bien. Haga lo que haga nunca desconfío. No pongo en duda su amor cada mañana. No dudo, no sospecho. Un amor verdadero es el que me ayuda a crecer y madurar. Un amor que recibo en gestos y en ternura, en palabras y en silencios. Cuando alguien me ama de verdad no necesita demostrármelo cada día. Habrá momentos buenos y malos. A veces estará más triste, en otros momentos más lleno de vida. Me amará igual desde su estado de ánimo. Yo espero, soy paciente, no tengo prisa, no acelero los procesos. Creo que los tiempos juegan siempre a favor de quien ama. Lo que de verdad importa es tomar decisiones correctas que me den alegría. Decisiones de las que no me arrepienta con el paso de los años. Saber bien lo que tengo que elegir es la obra maestra de mi vida. Saber optar por el camino correcto, por la vida que me llena de luz. Saber tomar decisiones sabias es un don de Dios, algo que tengo que aprender cada mañana.

No hay un momento perfecto para hacer las cosas. No siempre voy a tener todas las herramientas para emprender una tarea con la certeza de que todo va a ir bien. No todos los astros se van a alinear para que la vida tenga un final feliz. Más vale ponerme en camino aun cuando no me salgan bien las cosas. Antes que dejar de hacer lo que sueño por miedo a fallar en el intento es mejor ponerme en camino sin todas las certezas. Me asusta el fracaso, el no llegar a la meta. Como aquel que no ha medido sus fuerzas y la vida le muestra más tarde que estaba equivocado y que todo es mucho más complicado de lo que pensaba. La verdad es que no quiero fallar, pero tampoco quiero arrepentirme por no haberlo intentado. La vida es muy larga, puedo caer muchas veces, puedo intentarlo y luchar. Puedo ponerme en camino y no alcanzar la siguiente etapa. Puedo salir y caerme. Puedo luchar hasta el final sin lograr el resultado anhelado. Puedo hacer muchas cosas para lograr el objetivo y aun así no acertar nunca. Lo peor en realidad es no haberme puesto nunca en camino. Las razones pueden ser muchas. Cobardía, miedo a desilusionar a los que han creído en mí, miedo a desilusionar a Dios o a mí mismo. Si no lo intento no habré perdido nunca. Si no voy no me dirán que no alcancé la meta. Si no lo hago no me echarán en cara el resultado negativo que he logrado. ¿Qué es la santidad? ¿Qué espera Dios de mí? Esa pregunta recorre mi vida desde el principio hasta el fin. No quiero despertar la compasión de nadie. Busco la admiración de los demás y eso me acaba haciendo daño. Porque la admiración de los otros es voluble. Hoy está y mañana se esfuma. Como esa fama ansiada que nunca llega ni se hace realidad. Sé que los sueños son los motores de mi corazón. Si no me pongo en camino es porque no he soñado en grande, no he vislumbrado altas cumbres, no me he arriesgado a perder la vida. Y es que no hacer cambios por miedo a perder la seguridad no me va a dar paz nunca. Lo puedo intentar muchas veces y caer otras tantas. Eso tiene más mérito, vale más que haberme quedado siempre en mi zona de confort. Siempre tengo una zona en la que me sé seguro. No importa, es parte de mi debilidad humana. El problema es cuando no cambio nada y luego me quejo por haber logrado los mismos resultados. Si no introduzco variantes en mi vida no voy a ir mejor. Siempre se hizo así, me dicen. Es mejor no desilusionar a nadie. Tomar decisiones es lo más difícil en mi camino. ¿Será realmente lo que Dios quiere o lo que yo quiero porque no me gusta lo que veo? ¿Es eso lo que Dios quiere o lo que yo anhelo para demostrarme que valgo y que soy bueno? Perder la vida suena mal. Es como dejar de tener el control de todo lo que me da alegría. Y si las cosas no salen como yo quiero. Enfrentar las adversidades es parte de mi camino. Tener la madurez y la altura para no romper en gritos, lleno de rabia cuando las cosas no son como yo pensaba o esperaba. Me creo con derecho a muchas cosas y me indigno cuando no sale todo bien. Y si Dios no quiere que yo venza. Me duele el alma. Quisiera tenerlo todo claro. Saber bien el desenlace de mis días. No quiero abusar del poder que tengo. No quiero herir ni malgastar mi tiempo. Como si la vida se jugara en esas decisiones pequeñas que voy tomando con precaución para no confundirme. Sé que las ilusiones son fantasías dibujadas en el alma. Algún día atravesaré los valles y me encontraré con paisajes que me muestren el mejor destino de mis días. Tomar decisiones es difícil. Romper, y volver a empezar. A veces parece mejor continuar, seguir, soñar, esperar sin hacer nada. Y que la vida vaya resolviendo todos los enigmas que se presentan ante mis ojos. Me da miedo no estar a la altura de lo que el mundo espera. Hoy escucho en el salmo: «Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien. Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa». Seré feliz si sigo los caminos de Dios. No es tan fácil lograrlo. No sé hacerlo. Me duele el alma en el intento. No sé distinguir la voz de Dios de la mía. Sé que habla pero no lo entiendo siempre. No sé si quiere que opte por un bien u otro. No todo es tan claro. Seré dichoso si sigo sus caminos. Si no me aparto de su senda. Si aprendo a hacer las cosas bien. A elegir el bien de otros. A optar por lo que construye la paz entre los hombres. A hacer el bien y huir del mal que puedo realizar con mis actos u omisiones. A levantar un muro o construir un camino. A calmar al que llora por alguna desgracia. A sostener a aquel al que la vida no le sonríe. Puedo elegir las cosas que construyen y dejar a un lado las que me hacen daño. Puedo optar por lo que me libera y no caer en esclavitudes que me quitan la paz y me vuelven mendigo de amores pasajeros. Quiero ser fiel a mis decisiones. Mantenerme firme en medio de la tormenta. Como ese hombre en la brecha de la muralla por la que quiere entrar el enemigo. Firme en mitad de los problemas. Las cosas pueden ir peor de lo que están. Hay demasiados frentes abiertos y no tengo las respuestas. No logro llegar a todo y se me escapan los días. Pero sé que Dios no me va a dejar solo. Me va a sostener para que tenga paz y pueda regalarla en muchos corazones. No tiemblo, no dudo, me pongo en camino, salgo de mi comodidad. Dios me espera.

Hoy escucho lo valiosa que es una mujer en la familia. Sé también lo importante que es ese hombre que es esposo y padre: «Una mujer fuerte, ¿quién la hallará? Supera en valor a las perlas. Su marido se fía de ella, pues no le faltan riquezas. Le trae ganancias, no pérdidas, todos los días de su vida. Busca la lana y el lino y los trabaja con la destreza de sus manos. Aplica sus manos al huso, con sus dedos sostiene la rueca. Abre sus manos al necesitado y tiende sus brazos al pobre. Engañosa es la gracia, fugaz la hermosura; la que teme al Señor merece alabanza. Cantadle por el éxito de su trabajo, que sus obras la alaben en público». Lo que vale para esa mujer vale para el hombre. Un matrimonio santo no es fácil de encontrar. Es un sueño, un desafío en medio de la vida. El matrimonio es un milagro en los días que vivo. He conocido matrimonios santos que se entregan con generosidad el uno al otro y a su familia. Han encontrado la paz en sus vidas. Saben lo que Dios les pide y lo tienen a Él en el centro de todo lo que hacen. Rezan juntos. Sueñan juntos, esperan juntos. No se desaniman. Se apoyan mutuamente. No viven vidas paralelas, al revés, cada uno vive la vida del otro con intensidad. Se quieren en su verdad y han desterrado las mentiras de sus vidas. Se tratan con ternura, con respeto, con delicadeza. Se admiran mutuamente y no desconfían. Saben que hay tres claves que tienen que cuidar siempre para que funcione ese amor que es un don de Dios y una decisión que toman todos los días. Lo primero es la humildad. Sin humildad nada crece. Es el humus, la tierra fecunda. La humildad comienza cuando dejo a un lado el orgullo que se empeña en que tenga razón. No importa no tener razón si con ello me uno más a ti. Ese amor humilde es un don de Dios. Aceptar que conozcan mis defectos, mi pobreza y que me traten de acuerdo con ella. Reconocer mi verdad y quererla. No pretender que siempre se haga lo que yo digo. No imponer mis criterios. Humildad para evitar los roces. Después el perdón y la misericordia. El rencor envenena el corazón y mata el amor. «Un cura me dijo que el rencor era común a algunas personas cuya virtud era la lealtad total. Cuando se sienten traicionados, sienten que la afrenta para ellos es tan grande, tan incomprensible, que no pueden olvidarla»[3]. El rencor despierta el deseo de venganza. Puede tener que ver con esa traición inconcebible que parece imposible de perdonar. Las heridas siempre estarán ahí. Más cuando la convivencia hace que se vuelvan a abrir. La herida de soledad, de valoración. La herida que me causaron de niño y que el amor conyugal vuelve a hacer que duela. El perdón es la única medicina. Necesito perdonar, querer perdonar, pedir la gracia del perdón. Sólo Dios logra que perdone setenta veces siete y que mi memoria se vuelva frágil para olvidar las ofensas continuas. Sólo Dios logra que no lleve cuentas del mal recibido ni tampoco del bien que yo hago. El perdón es una gracia que sana mi alma. Cuando perdono puedo volver a acércame al que me ha ofendido. Puede que siempre recuerde las heridas. Pero tal vez con menos sentimiento. Porque el sentimiento es ese estado del ánimo que se perpetua en el tiempo y duele. Si el sentimiento que predomina en mí es la tristeza me costará mirar hacia delante confiado. Quisiera tener un corazón más grande para perdonar. Para quitarle el peso a lo que me ha sucedido. Me gustaría aprender a disculpar a quien me hace daño. No es fácil, el orgullo no me deja perdonar muy a menudo. Busco que el otro sufra igual que yo he sufrido. Quiero que pague por lo que me ha hecho. Al final ninguno de los dos salimos beneficiados. ¡Cuántas heridas causo en esos momentos en los que estoy lleno de tristeza e ira por el daño que he recibido! El perdón es el único camino. Yo mismo he vivido la misericordia en mi vida. A mí también me han tenido que perdonar. Quiero recordarlo siempre para no pensar que el mundo y los demás me deben algo. Si te miro desde la humildad te puedo perdonar. Y sé que eso no va a ser la llave para que me sigas haciendo daño. Es lo contrario. Mi perdón puede sanar tu misma herida y puede hacer que no me hagas daño de nuevo. La misericordia vivida y entregada es el camino. El perdón no se merece pero libera el alma de la esclavitud. Y lo tercero a cuidar es la capacidad de sacrificarse por amor. Cuenta esa capacidad de renuncia que tengo ante la vida. Saber ceder, saber ponerme en segundo plano.Ssaber renunciar a mis planes para que prevalezcan los tuyos. Dejar que tu vida esté en el centro. Que tu decidas. Y renunciar incluso sin que el otro se dé cuenta. Cuando opte por tu camino lo hago con alegría y nunca te echaré nada en cara incluso cuando salga mal. Viviré lo tuyo como si fuera mío. Me importarán tus caminos, tus decisiones, tus sueños por encima de los míos. Viviré dispuesto a renunciar por amor, a ceder por ti, a aceptar que la vida se juega en ese sacrificio continuo que exige el amor. Sin esa forma de entender el amor el matrimonio no funciona nunca. Si no cede en ningún momento no voy a crecer como persona. Siempre mi orgullo serás más fuerte. Quiero amar como Dios me ama. Quiero que ese amor reine en mi familia.

No quiero vivir en las tinieblas como me pide hoy S. Pablo: «Pero vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas, de forma que ese día os sorprenda como un ladrón; porque todos sois hijos de la luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas. Así, pues, no nos entreguemos al sueño como los demás, sino estemos en vela y vivamos sobriamente». Me invita a estar en vela, despierto, a no vivir en un sueño dejando pasar la vida. No quiero desaprovechar el tiempo que se me regala. Deseo vivir despierto, en la luz de Dios, no en la oscuridad del pecado que me hace daño. Vivir atento a ver dónde quiere Dios que entregue mi alma. No quiero desaprovechar las oportunidades que me regala para ser feliz, para luchar por mis metas y sueños, para escalar las más altas cumbres. No importa si las cosas no salen como yo esperaba. Siempre tendré la oportunidad de llegar más lejos, más hondo, más alto. Siempre podré si estoy despierto y atento a lo que Dios quiera pedirme. Y entonces la parábola que hoy escucho me viene muy bien. Dios me da unos talentos: «En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: - Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus siervos y los dejó al cargo de sus bienes. A uno le dejó cinco talentos, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó». En primer lugar los talentos no se refieren a dones sino a una moneda que reciben los siervos. En el sentido espiritual se refiere a los recursos que tengo en la vida. Hoy el hombre le da valor a ciertos dones y talentos mientras que otros no los considera tan valiosos. Así hay dones sin importancia y dones fundamentales. Hay dones que brillan más y otros que permanecen en las sombras, ocultos. ¿Cuáles son mis talentos, mis dones, mis recursos? Desde pequeño me acostumbro a escuchar. Esta persona es muy capaz, tiene muchas habilidades, es muy inteligente, muy bueno en esto o en eso otro, tiene mucha destreza, mucha capacidad para tal o cual actividad. Uno admira a las personas por sus dones y talentos y desprecia a aquellos que no tienen tantas habilidades. Uno considera a unos capaces y a otros incapaces. Sin admiración no hay amor y acabo despreciando a aquel en quien no veo dones dignos de mención. Hay personas que no tienen capacidades, a las que no busco y no me interesan. Lamentablemente acabo haciendo distinciones. Me gustan las personas talentosas y desprecio a las que no lo son tanto. Es una pena pero es así. Hago caridad con los que no han recibido talentos. Soy misericordioso o los desprecio. ¿Cómo es mi actitud? Puedo hacer acepción de personas. Aquellos a los que admiro como inteligentes y capaces quiero tenerlos cerca. A los que no admiro porque no los veo talentosos pueden quedar olvidados y no los tomo en cuenta. Es lo que el mundo me vende. Los que valen, los que no valen. Las modas, las imagen, la gente ideal. Los artistas, los creativos, los que han logrado muchas cosas en esta vida con lo que recibieron y los que no han llegado muy lejos. ¿Cuáles son los talentos que más admiro en los demás? Puede que tenga que cambiar mi mirada y aceptar a todos sin rechazar a nadie. Me gustaría tener esa mirada que acoge, valora y comprende a todos sin hacer diferencias. Acoger al que no ha recibido tantos dones y no es tan querido en este mundo. Aceptarlos a todos y quererlos en su belleza. Cuando miro dentro y paso esa superficie que me tienta veo más dones y talentos. Cuanto más me acerco a las personas conozco verdades ocultas que son dones maravillosos que antes no había visto. Me gustaría tener la mirada positiva para ver lo bueno que hay en cada uno. En la película Wonder comenta el protagonista: «Sé amable. Si de verdad quieres ver cómo es la gente sólo tienes que mirar». Mirar debajo de la superficie, de la cáscara que oculta la verdad de cada uno. El P. Kentenich hablaba de tener mirada de abeja y no de escarabajo pelotero. La abeja busca el néctar de las flores. El escarabajo aquello malo que no tiene valor. Saber ver lo bueno de cada persona es un don muy importante, quizás el más valioso. Es la capacidad de escudriñar el alma de las personas que me encuentro buscando lo bueno. Hay otras personas que escudriñan, investigan y desean saber lo malo de cada persona para saber dónde poder atacar y herir. Para sentirse mejor. Parece que cuando encuentro algo malo en los demás me siento mejor o me parece que las cosas malas que tengo no son tan malas en comparación. Ver lo bueno y decirlo es una actitud casi divina. Es lo que hace Dios al mirarme. Ve lo bueno de mi corazón y me dice que valgo la pena. Soy muy valioso. El drama del hombre hoy es que no se quiere. Siente que sus dones no son los que el mundo valora. Ve que no cumple las medidas que exige la sociedad para aceptarme. Cuando no valoro mis talentos vivo en una constante lucha por agradar a los demás. Descontento, triste, con baja autoestima. Me miro en el espejo y no veo la belleza que el mundo busca en mí. Me deprimo queriendo estar a la altura de lo que me piden. No lo consigo, no llego tan lejos. No soy capaz de abrazarme y quererme. Una niña decía el otro día: «Yo me abrazo y me relajo. Tenemos que aprender a querernos». Es la clave, es el camino.

Lo importante es qué hago con los talentos y dones recibidos: «El que recibió cinco talentos fue enseguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno fue a hacer un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo viene el señor de aquellos siervos y se pone a ajustar las cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: - Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco. Su señor le dijo: - Bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor. Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: - Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos. Su señor le dijo: - Bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor. Se acercó también el que había recibido un talento y dijo: - Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo. El señor le respondió: - Eres un siervo negligente y holgazán. ¿Conque sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene». ¿Qué hago con los dones que he recibido? He tenido muchos años en mi vida. He recorrido muchos caminos. Veo hacia delante una vida aún por vivir. ¿Qué hago con mis talentos? ¿Cómo uso esos dones que he recibido? No me quiero comparar con nadie. Cuando asumo que mis talentos son únicos y yo puedo hacer las cosas de una determinada manera, me siento más libre. No me comparo, porque las comparaciones son odiosas e injustas. Nunca me pareceré a mi hermano ni tendré sus talentos. Tengo los míos, mis capacidades, mis recursos. Si no los uso, si no los pongo al servicio de los hombres, habrá un hueco, un vacío que nadie más podrá cubrir. Lo que yo no haga nadie lo podrá hacer como yo lo haría. Mi forma de amar, de entregarme, de mirar, de hablar, de crear. Mi originalidad, mis talentos únicos. Soy una creatura amada por Dios. Él me mira conmovido y sabe lo que se esconde bajo la superficie de mi piel. Sabe los talentos que tengo guardados. Decía el P. Kentenich: «Hay que hacer un recuento de los dones de Dios que hemos recibido y a los que aún no hemos respondido. ¡Cómo se fortalecerá entonces nuestra fineza de alma si aguzamos el sentido para los dones de Dios y para el agradecimiento! ¡Que te demos gracias, Señor, con cada respiración!»[4]. Él quiere que los entregue, que los ponga a producir. ¿Por qué tengo miedo? Me cuesta aceptar que las cosas no sean como yo quiero. Me cuesta compararme con el mundo y ver que no hago todo tan bien como otros. No importa, lo que vale es que lo haga a mi manera, con el color de mi alma, con mi belleza. Mirarme bien es un don que le pido a Dios cada mañana. Quiero que me enseñe a descubrir el don que ha escondido en mi alma. ¿Qué es lo que vibra en mi interior al entrar en contacto con los hombres? ¿Dónde quiere Dios que me entregue, cómo quiere que ame? No hay moldes. No sirven porque el molde no me permite ser yo mismo con libertad. La tarea en mi vida comienza con el descubrimiento de mis talentos. Una vez que sé dónde reside mi originalidad y sé lo que puedo dar al mundo, paso al segundo paso. Me abrazo con ternura, me acepto en mi belleza agradecido. El cielo será de los agradecidos. Valoro lo que tengo sin entrar en comparaciones que tanto me enferman. Y a partir de ese amor propio, ese amor a mi persona, me pongo manos a la obra. Puedo realizar el bien que Dios ha puesto en mi corazón. Puedo amar a la manera de mi alma, según la forma del amor que Dios ha puesto en mi corazón. Entrego lo que tengo sin esperar aplausos. Ser fiel a mí mismo es el verdadero camino de la felicidad. Incluso cuando otros no vean mi belleza o no la valoren. Sigo caminando, sigo aprendiendo, sigo siendo agradecido por todo lo que Dios ha hecho en mí. Guardarme los talentos sin llegar a darlos es lo que me enferma. Mi miedo al fracaso y al rechazo me dejan herido.

 



[1] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

[2] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

[3] Rafael Tarradas Bultó, El valle de los arcángeles

[4] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

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