Homilía del padre Carlos Padilla - 14 de enero

Domingo 14 de enero de 2024 | Carlos Padilla

II Domingo tiempo ordinario

Samuel 3, 3b-10. 19; 1 Corintios 6, 13c-15a. 17-20; Juan 1, 35-42

«Qué buscáis? Ellos le contestaron: - Rabí, ¿dónde vives? Él les dijo: - Venid y veréis. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; era como la hora décima»

14 enero 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«Sigo siendo niño dispuesto a decirle que sí a Dios cada vez que me invite a seguir sus pasos. No quiero dejar a un lado mi capacidad de asombrarme ante la realidad»

Tengo el alma prendida del tiempo. Como queriendo atraparlo todo, la noche y el día. Queriendo guardar cada segundo, cada minuto, cada hora. Dejo que pasen las horas intentando contener la vida. Como si quisiera ponerle piedras al río para que no corriera el agua. A veces tengo miedos que me dejan paralizado. Hay un miedo profundo a desilusionar, a decepcionar a todos. Por eso pretendo contentarlos con sonrisas. Siento un miedo profundo a fracasar en la vida. Y voy controlándolo todo, para que nada se me escape de las manos. Por hacerlo todo bien y que nada resulte de forma equivocada. Tengo miedo, a sufrir   a perder lo que ahora amo. A dejar de poseer lo que llena mis entrañas. Un miedo al desamor, al abandono, al olvido, al desprecio, a la difamación, al insulto, al menosprecio. Tengo miedo a la incertidumbre que se amontona en mis pasos. Se me encoge el estómago. Y me arden las entrañas. Tengo miedo a los imprevistos que me sacan de mis rutinas. Aquellos exabruptos que rompen el sentido lineal de mis días. Me da miedo abrazar y no ser correspondido. Querer y no ser amado. Hablar y no ser escuchado. Sonreír y no recibir sonrisas como respuesta. Me da miedo perderme en mares que desconozco. Por caminos por los que nunca he ido. Me da miedo aceptar la verdad que tengo escondida, tapada detrás de muchas máscaras. Y sentirme desnudo y sin defensas. Me da miedo reconocer que soy débil y que necesito ayuda para caminar tranquilo. Me da miedo escribir y que no me entiendan. Hacer y que no me acepten. Me da miedo el que grita y es violento. El que ríe y acusa. El que rechaza despreciando. Me dan miedo las noches en las que no hay una luz que ilumine, aunque sea tenuemente, el camino. Me dan miedo las tormentas, que no sé cuándo terminan. Y la sequía terrible que no me deja tener agua. Me dan miedo la escasez y la abundancia. Me dan miedo las amenazas y los vientos. Me da miedo encontrarme solo en algún momento sin nadie que sostenga mis pasos. Me da miedo descubrir que he fracasado cuando yo pensaba que estaba teniendo éxito. Me dan miedo los días demasiado largos, en los que el sol nunca se pone. Me da miedo olvidarme de mí y no encontrarme. Y sentir que nada ha merecido la pena. Me da miedo no ser yo el que decida y que otros decidan sobre mi vida. Tengo miedos dentro del alma que sólo puedo entregar. El primer paso es reconocerlos y aceptar que existen, ponerles nombres. El segundo paso es colocarlos ante Dios uno por uno, y que Él se haga cargo de todo. Los miedos me paralizan, me enferman por dentro. Los miedos no dejan que salga a la luz la mejor versión de mí mismo. Ante los días que comienzan no quiero asustarme. La vida tiene esa fuerza que me paraliza. Y yo quiero hacerme cargo de lo que me corresponde. Asumir mi vida como es, descubrir mi verdad sin ponerle freno a la realidad. Quiero levantarme cada mañana con ilusión, sin temores infundados. Dicen que casi el noventa por ciento de lo que me preocupa, de lo que temo, nunca llegar a suceder. Y entonces comprendo que he sufrido de forma innecesaria. Pero mi mente no distingue las amenazas reales de las que yo mismo me he inventado. Quiero pedirle a Dios que me tome en sus brazos. Quiero aceptar y soltar. Dejar ir a los que se han ido, cuidar a los que se han quedado. No dudar de la victoria al final del camino, porque Jesús ya ha vencido y esa certeza es la única que me sostiene en medio de las dudas. Me siento débil, me sé pequeño. He descubierto que la vida no siempre resulta como yo esperaba. No le tengo miedo a las preguntas sin respuestas. Acepto que algunos junto a mí me sostendrán y me darán ánimo. He comenzado a pintar un cuadro ante mis ojos. El mejor paisaje, el mar más inmenso. He pintado acantilados, bosques y días llenos de luz, noches llenas de estrellas. Es como si fuera un cuento relatado por Dios en el que soy yo el protagonista. No el principal, sólo un secundario de esos que tiene que hacer bien su parte, sólo eso. No tengo que resolver todos los problemas, ni llegar a todas las almas, ni salvar a todos los perdidos. Basta con que me mantenga en pie venciendo el cansancio y crea que algo bueno va a suceder cuando nada me resulte. Escucho siempre una voz a mi lado, en mi interior, que me dice que no tema, que todo va a salir bien.

Me gusta Jesús en el Jordán. Me gusta su actitud humilde al esperar en una fila a que llegue su turno. Siempre me conmueve a mí que soy impaciente por naturaleza. O a veces puedo pensar que merezco pasar delante. Que tengo el lujo de ser preferido a otros, por encima de muchos. La vanidad se mete en el alma como un agua suave que lo envenena todo. Miro hacia arriba, hacia los que creo mejores que yo. Y he dejado atrás a los que pienso que son peores y no merecen tanto como yo. Vanidad, pura vanidad. Dejo de mirarme en mi verdad, con humildad. Dejo de aceptarme en mi pobreza. Dejo de pensar que tengo algo que cambiar. Son los demás los que se equivocan, los que están mal. Yo me siento bien, en paz conmigo mismo, feliz de ser como soy. Vanidad. Y esperar es propio de los que no tienen derechos para nada. Yo me siento con muchos derechos y eso me debilita. Porque creerme importante saca lo peor de mí. Me comparo con otros y les exijo a todos que me respeten, que me traten como corresponde a mi dignidad. Me siento demasiado grande y el orgullo me pierde. ¿Esperar yo a que otros pasen? La actitud de jesús me impresiona. Si hubieran sabido quién era Él le hubieran dejado pasar. En realidad, si hubieran sabido que era el Mesías no lo hubieran matado. ¿Por qué se manifestó Dios de una forma tan confusa? Yo ahora quiero separar con nitidez lo puro de lo impuro, el blanco del negro, lo bueno de lo malo. No soporto que se mezclen las cosas. Lo bueno es bueno siempre, lo malo siempre es malo. Me indigno con los grises, con las zonas turbias en las que todo está confundido. Quiero que en mi alma esté así de nítido todo. Pureza o impureza. Virtud o pecado. Y no soporto por eso caer, ser débil. Quiero ser mi mejor versión y me convierto en un perfeccionista obsesivo que no tolera la debilidad en el hermano, pero tampoco en mi propio corazón. No soporto mi carne débil y me escandalizo ante mi pecado y ante el de mi hermano. Jesús se siente uno más en esa fila de hombres que van a ser bautizados. Uno más entre todos. Él que no tenía pecado, que era puro. Él que era el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. Me violenta esa actitud de Jesús. Él se abaja y se deja bautizar por Juan. Él, que había nacido sin pecado. Él, que no necesitaba la conversión. ¿Qué buscaría Jesús en Juan ese día? No lo sé bien. Interpreto muchas cosas pero desconozco la mayoría. Me gusta pensar que Jesús era un buscador y quería saber qué camino seguir. Pienso que esa tarde en el Jordán Jesús necesitaba algo, un empujón, un milagro para empezar su camino. Juan quiere impedir que se deje bautizar, no es uno más, es el Cordero de Dios. Pero Jesús insiste y es bautizado. Y entonces sucede algo misterioso: «En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: - Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco». Una voz del cielo. Una voz que algunos escucharon sin entender. Jesús comprendió y recibió la plenitud del Espíritu en su corazón. Y supo, comprendió que era el hijo de Dios. Siempre en los bautizos pienso que esa voz se repite de nuevo en el corazón de cada niño. Una voz que como un mantra repite una y otra vez ese sí de Dios, ese amor infinito que se derrama en un poco de agua. Cuando voy al Jordán me conmueve siempre ese momento. Volver a nacer de las aguas de ese mismo río que Jesús, con su presencia, santificó. Siento que el bautismo renovado es un don de Dios. Es la oportunidad para volver a escuchar esa misma voz que Jesús oyó. Esa voz que levantó su ánimo y le hizo pensar que era posible cambiar el mundo. Necesito saberme amado para poder caminar. Necesito un abrazo para poder emprender una misión. Necesito el sí de Dios para creer que es posible una nueva vida. El agua me renueva por dentro, saca lo mejor de mí, me hace mucho mejor persona. Creo que la vida se juega en esos momentos en los que acepto que soy amado, no por todas las cosas que hago, no por mis méritos y logros, sino simplemente por ser como soy, sin necesidad de más esfuerzos. Creo que ser bautizado es aceptar que estoy un poco perdido y necesito luz para dar nuevos pasos. Necesito que ese Dios misterioso me repita en mi alma que me ama como soy, de forma incondicional y siempre. Me cuesta creérmelo. Siempre siento que tengo que hacer más, que portarme mejor, que ser el salvador. Tengo que juntar méritos para merecer recibir algo a cambio, como pago por todo lo entregado. No acabo de entender la gratuidad a la que Dios me invita. No consigo aceptar que las cosas se dan sin condiciones, sin esperar nada a cambio. Y se reciben de la misma manera, sin exigirle a los demás que me traten como yo los trato. Esa gratuidad me sigue resultando difícil de entender. Así es el bautismo en el Jordán. Un Dios que se hace hombre para dejarse hacer por Dios. Un Dios que se hace uno más en una fila de hombres pecadores. Pasa desapercibido entre tanto pecado de tantos, entre tanta carne mortal que perecerá un día. Me cuesta creer que ese Dios bueno al que amo pueda sacar lo mejor de mí y salvar mi vida. Siento que estoy roto y que mi rotura no tiene remedio. Me da miedo tocar la debilidad con mis propias manos. Me asusta la incomprensión de los hombres. Porque normalmente nadie me ama así y no entiendo un sí sin condiciones, un sí que no está sujeto a mi actitud, a mi forma de amar y darme. Hoy Jesús en el Jordán vuelve a recordarme que todos los santos necesitaron saberse amados sin condiciones para poder dar la vida. Eso es lo que yo necesito, un amor imposible que se derrame como el agua sobre mi cabeza, sobre mi alma.

El regalo que más me cuesta dar es el perdón. Que mi mente deje de pensar por un momento. Que olvide lo que me han hecho. Que no se lo recuerde continuamente a quien me hirió y pase página. Una persona me preguntaba con mucho dolor: «¿Cómo se puede perdonar una infidelidad? Lo amo mucho, pero no puedo». Me quedé callado mirándola, sin una respuesta clara. Podría decir lo que digo siempre. Repetirle las mismas palabras: «El perdón humanamente es imposible». El corazón humano, es verdad, se aferra como un náufrago a su tabla, como a un clavo ardiendo, no quiere hundirse, no quiere caer. Y el rencor, la rabia, el deseo de venganza son el combustible que alimenta la ira. No puedo olvidar, reconocía con dolor. Yo tampoco puedo. Lo intento siempre de nuevo. Repaso las mismas escenas reviviendo un dolor infernal. ¿Cómo se puede perdonar lo imperdonable? ¿Cómo se puede rehacer la vida después de haber sido herido? ¿Cómo voy a liberar al culpable dejándolo ir ileso? Quiero que sufra lo que yo he sufrido, que le duela tanto como a mí me ha dolido. Quiero que le hagan daño, que lo ofendan de la mismo manera. Quiero su mal, su dolor, su muerte incluso. ¿Cómo puedo pasar página cuando lo que siento es terrible? Al comenzar el nuevo año me gustaría resetear el corazón, como si de un ordenador se tratara. Reiniciarlo a ver si se borran las heridas marcadas en el alma. ¿Será posible volver a nacer sin tener que regresar al útero materno? Es imposible hacerlo físicamente. ¿Será posible volver a empezar? ¿Puedo mirarte con ojos nuevos, acariciarte con una nueva piel, sentirte con un nuevo corazón? No lo sé, tengo mis dudas. La memoria del alma lo guarda todo, lo bueno y lo malo, los regalos y los agravios. La vida es injusta pienso mientras me retiro a mi cueva a lamerme las heridas. Sueña con un mundo nuevo, me pide Jesús, con una nueva forma de vivir. ¿Se incluye el perdón en esta nueva vida? ¿El año nuevo traerá el perdón escondido en sus páginas en blanco? Como si fuera magia, como si todo pudiera volver al momento antes de la ofensa, del dolor, del sentimiento de rencor que nubla mi mirada. Hace tiempo, en la película «Come, reza, ama» escuchaba: «Si no dominas tus pensamientos te va a ir mal. Deja la mente en blanco. ¿Por qué no te dejas llevar? Perdónate tú. Esperar a que él te perdone no funciona. Este es el trato, te quedarás aquí hasta que te perdones a ti misma. Yo lo estoy intentando». Quizás al mirar hacia atrás hay un perdón que me cuesta dar de forma especial. Es el perdón a mí mismo por lo que hice, por lo que omití, por lo que hablé, por lo que callé. No puedo esperar a que alguien me perdone para poder perdonarme. Quiero la gracia del perdón. Para no vivir con rencor, para perdonarme a mí mismo. Para soltar y dejar ir, para que las cosas sean más fáciles. Me miro en este nuevo año y el corazón desea una nueva oportunidad, un nuevo libro por escribir, miles y miles de palabras, miles de sueños y montañas que escalar. Miles de abrazos y perdones. Días de sol que pueden acabar con tantas noches de oscuridad. El viento, con su fuerza, puede limpiarlo todo, puede llenarme de paz, de esperanza. Perdono también a Dios al comenzar estos días. Por lo que no me dio, por lo que me negó, por lo que perdí, por lo que me quitó. Ese Dios todopoderoso que parece impotente, no tiene fuerza, no hay poder en sus manos. Siento dolor porque las cosas podían haber sido de otra manera. ¿Cómo se rehace lo que ya está hecho? No hay vuelta atrás. Sólo queda el perdón. Como un agua pura que todo lo limpia. Que otros perdonen a quien me hizo daño no soluciona el problema. El dolor sigue siendo intenso. Tengo que perdonar y perdonarme yo mismo. No basta con que otros lo hagan. No basta con que me pidan perdón una y mil veces. No basta con intentar volver al instante previo a la infidelidad y rehacer el camino. ¿Se puede volver al pasado? Sería lo más fácil. Herir y rebobinar. Regresar al momento en el que todavía puedo hacer las cosas bien. Antes de gritar, antes de actuar, antes de herir, antes de olvidar. Sí, volver a ese momento virgen en el que todavía la vida funcionaba y todo estaba en su lugar. Hasta que estalló el mundo en mil pedazos y perdí el rumbo, o la paz. Me quedé mirando a esa persona mientras me hacía daño. Da igual cuándo haya sido la ofensa. No importa en qué momento todo empezó a ir mal. O cuándo descuidé el amor. En qué instante preciso se truncó el sueño que parecía eterno. Da igual. Lo importante es que Dios me regale una gracia que no depende de mis fuerzas. Por mucho que lo intente, si Dios no me lo concede, es imposible. Y si me lo da, y si un día logro perdonar, la persona que me hirió no habrá quedado exculpada, tendrá que hacer su propio camino de perdón. Pero si logro perdonar, al recordar los mismos hechos que antes me mataban, ahora, por gracia de Dios, serán menos dolorosos, mucho menos. Y tendré una paz inmerecida, como un don que Dios me concede. Y lo que es mejor todavía, tendré una vida por delante, ante mis ojos, con la persona que me hizo daño. Con quien Dios ha permitido que siga construyendo una vida nueva. Todo es posible para Dios. Para mí no lo es, para Él sí. Le miro de nuevo al comenzar este año y pido esa gracia imposible. Él logrará que mi vida tenga más luz, más paz, más libertad, más alegría.

Me cuesta distinguir la voz de Dios entre muchas voces. O es quizás Dios el que me habla en los silencios. Allí donde no sé bien el camino que tengo que seguir, como Samuel esa noche: «Corrió adonde estaba Elí y dijo: - Aquí estoy, porque me has llamado Respondió: - No te he llamado. Vuelve a acostarte. Fue y se acostó». Samuel era aún un niño y no conocía a Dios, nunca había escuchado su voz: «Samuel no conocía aún al Señor, ni se le había manifestado todavía la palabra del Señor. Comprendió entonces Elí que era el Señor el que llamaba al joven. Y dijo a Samuel: - Ve a acostarte. Y si te llama de nuevo, di: - Habla, Señor, que tu siervo escucha. Samuel fue a acostarse en su sitio. El Señor se presentó y llamó como las veces anteriores: - Samuel, Samuel. Respondió Samuel: - Habla, que tu siervo escucha. Samuel creció. El Señor estaba con él, y no dejó que se frustrara ninguna de sus palabras». Siempre me ha gustado este relato. Un niño que no sabía cómo era la voz de Dios. Un niño que no conocía su palabra, el tono de su voz, la forma como tenía Dios de decirle lo que quería. Me gusta la perseverancia de Samuel, que una y otra vez va al lugar de donde pensaba provenía esa voz. Me identifico con él cuando yo mismo busco la voz de Dios en los lugares equivocados. Pienso que está en otras personas, en otros lugares y me confundo. Le digo que sí, que estoy dispuesto a hacer lo que me pida, pero luego no sé buscar lo que realmente quiere de mí. No hago silencio, no me callo, no guardo calma, voy de un lado a otro como «pollo sin cabeza». Son tantas las urgencias que resolver que no queda tiempo para lo importante. No desconecto porque no quiero perderme nada de lo que pasa a mi alrededor. El mundo está en llamas, necesitan mi ayuda, me buscan a mí, soy importante, me siento imprescindible. En un mundo así necesito estar atento a la voz de los que claman, de los que piden ayuda. Sí, el Señor también me habla en ellos. Está escondido en su voz callada, en sus gritos. ¿Cómo saber cuál es la voluntad de Dios? Incluso para las cosas más pequeñas busco a alguien que me diga lo que tengo que hacer. No me lo dice, menos mal, se calla. Y sigo buscando, deseando que otro sea el que asuma los riesgos y no yo. Me gusta la actitud de Samuel. Aquí estoy para hacer tu voluntad. Aquí para que me mandes donde quieras. Aquí para ser un discípulo tuyo y seguirte por los caminos. Un día resonó esa voz en mi corazón y comprendí que Dios quería que me pusiera en camino, que me saliera de la senda marcada hasta ese momento, de la ruta esperada por otros. Quiso que tomara un camino desconocido. Ni mejor ni peor, simplemente otra forma de vivir la vida, de seguir sus pasos. Me llamó a estar con Él y no quiero olvidarme, como Samuel nunca olvidaría esa misma noche cuando oyó a Dios por primera vez. Tembló, sintió que algo nuevo comenzaba en su interior. A mí me gusta volver a esa tarde cuando Dios me gritó. O a esas otras tardes en las que oí su voz nítidamente, y no la conocía. Entonces supe que su mano estaba conmigo y no me iba a dejar nunca solo. Desde entonces creí que sería así. Luego hubo noches oscuras y silencios prolongados. Y seguí creyendo en la primera certeza como un náufrago que se aferra a la única tabla que le recuerda desde dónde viene navegando. Así hice y seguí adelante. Volví a ver la estrella iluminando a los magos y marcando un camino, un lugar, una nueva esperanza. Me gusta ver la vida así, como un buscador de señales, como un aventurero que no le tiene miedo a la soledad, ni al silencio. Allí me habla Dios, en lo escondido. Y algo resuena en mi interior con voz de campanas. Como una llamada misteriosa que me impele a no quedarme quieto, ni sordo, ni inválido. Quiere que me arriesgue fuera de mí, lejos de las noches que me hacen perder la paz. Como dice el P. Kentenich: «Todo su ser se arraiga en Dios y en lo divino: ¡conformidad con la voluntad divina!»[1]. Esa es la meta hacia la que tiendo. Encontrar la voluntad divina en mi vida. Descifrar las estrellas que me marquen el camino. Saber cómo renovarme en mi sí preciso, el de ahora. Jesús me pidió un día seguir sus pasos. Dar un salto audaz tras otro. Quiso que confiara y lo sigue haciendo cada día, cada noche. Me habla en las luces de mi camino y sobre todo en las sombras. Me hace ver la paz en el corazón cada vez que vivo en paz con mi mundo, con mi realidad, con el lugar en el que habito. Cada vez que acepto que hay sueños de quimeras que nunca se harán realidad. Y otros sueños, que parecen imposibles, y esos sí se harán vida en mi corazón. No tiemblo al escuchar su voz, como la primera vez que no entendía nada. Ahora sonrío confiado porque sé que no me va a dejar solo nunca. Va a estar conmigo haciendo posible la promesa que me hizo. Me prometió una plenitud que tendré en el cielo y me aseguró que mis pasos no serían en vano. Y que estaba construyendo un mundo mejor aunque no entendiera nada y me dolieran de nostalgia las entrañas. Y supe, al mirarlo a los ojos, como esos niños fascinados por lo incomprensible, que todo iba a salir bien. No a mi manera quizás, no en mis tiempos. Y supe que la vida iba a ir a donde Dios quisiera y que no tenía que vivir con miedos.

En ciertos momentos necesito escuchar palabras que calmen el corazón. Cuando me siento desbordado por las exigencias y son muchos los que me reclaman. Cuando no alcanzo a estar a la altura de las expectativas, las mías, las de otros. Cuando la incertidumbre es muy grande y no sé lo que va a pasar el día de mañana. Cuando me duelen las heridas que otros o la misma vida han ido dejando en el alma. En esos momentos necesito escuchar estas palabras de consuelo, de confianza. Es como si Dios mismo se abajara a mi altura y me susurrara al oído: «No tengas miedo, confía y ven a mí, descansa en mi presencia, no tienes por qué dudar. Si yo voy contigo, es fácil. Si tú vas conmigo no temas. La vida será más sencilla. Los sueños se harán realidad. Si yo te sostengo, no temas. Si logras dejarte llevar. Harás que las aguas se calmen. Los vientos se apaciguarán. Si vences los miedos. Si logras que en ti brille el sol. Harás que tu barca se adentre venciendo las olas del mar». Al comenzar el año estas palabras me dan mucha paz. Me pide Dios que no tenga miedo, que confíe, que descanse en Él, que su yugo es suave y su carga ligera, que no dude nunca de su amor predilecto hacia mí. Yo hago a veces todo lo contrario, tengo miedo, desconfío, me agoto corriendo de un lado a otro y dudo de todo. Esas palabras hoy me hacen creer que todo es posible. Quisiera decírselas yo también a alguien para que crea, para que confíe, para que no tema. Quisiera que alguien en la tierra con rostro humano me las dijera en los peores momentos de mi vida. Para descargar el peso que llevo sobre los hombros. ¿Acaso creo que yo soy el que va a resolver todos los problemas del mundo? ¿Yo solo voy a calmar las olas del mar, las heridas del hombre? ¿Yo solo voy a reparar todo lo que está roto? No, es imposible. Creo en los milagros pero no tanto. A veces prefiero la realidad razonable, lo que se espera de la vida. Si hago una cosa, obtendré esta otra. No creo en la mala o en la buena suerte, aunque espero siempre que la buena suerte me sonría. En noches como la del día de Reyes el corazón se alegra porque sigo siendo un niño. Muy dentro de mí habita ese niño que soñaba con los reyes y los imaginaba en sueños pasando por encima de mi cama. Me desvelaba muy temprano mordido por la emoción, esa impaciencia innata que me hacía querer acercarme al árbol cuando todavía estaba prohibido. En esa noche de Reyes todo es posible y el corazón imagina escenarios llenos de fantasías, donde todos mis deseos se hacen realidad. Me fascina la magia de estos Reyes que no se cansan de volver cada año a llenar los hogares de ilusión, de risas. Pienso en todos esos niños que se han dormido con el corazón cargado de anhelos. Niños y no tan niños. Todos, niños y grandes, soñamos con unos reyes magos que llegan por la mañana haciendo realidad todos los deseos que puede guardar el corazón. Calman mis ansias, tranquilizan mis prisas, eliminan mi zozobra. Disipan las nubes que cubren mi horizonte. Y me dicen muy quedo al oído: «No tengas miedo, niño, que todo va a salir bien, si tú confías». Creo en el milagro de esta noche llena de magia. Llena de sorpresas al amanecer. Con ojos grandes los niños ríen, aplauden, gritan. No es para menos. Los Magos de Oriente han leído sus cartas, han escuchado sus sueños, han acariciado sus deseos y los han hecho realidad. Me gustan esos Magos capaces de hacer milagros cambiando la realidad. Creo que en esta noche de Reyes viene Dios hasta mi cama y me repete esas palabras: «No tengas miedo, confía». Quisiera ser capaz de dejar mis miedos a un lado y dejarme llevar por su ternura, por su amor. Dios es capaz de vencer todas las barreras que no me dejan ponerme en camino, salir de mi prisión, vencer las resistencias. Amo a ese Dios que me ama con la ternura de una madre. Lo he mirado asombrado, con ojos grandes y le he repetido las palabras del salmo: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Yo esperaba con ansia al Señor; Él se inclinó y escuchó mi grito. Me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios. Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas». Quiero hacer la voluntad de ese Dios que cree en mí, confía en mí, me ama por encima de todo y sale a mi encuentro. No temo que nada salga mal porque Él va conmigo. Es el mayor regalo de este día de Reyes. Su presencia en mi vida y el deseo que brota en mi alma de ser dócil a su voluntad, de dejarme hacer de nuevo en sus manos. No tengo miedo a la noche que alberga el comienzo de un nuevo día. Sigo siendo un niño dispuesto a decirle que sí a Dios cada vez que me invite a seguir sus pasos. Guardo esa inocencia que un día tuve, no quiero perder esa ingenuidad, ni esa pureza en la mirada. No quiero dejar a un lado mi capacidad de asombrarme ante la realidad. Las cosas siempre pueden ser mucho mejores. Me alegro al pensar en los sueños que se pueden hacer realidad. No dudo de ese amor de Dios que viene a mi vida una y otra vez.

Me conmueve este Evangelio. Juan señala a Jesús que pasa delante de ellos sin que nadie más lo vea: «En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: - Este es el Cordero de Dios». Me impresiona la prontitud de Juan y Andrés para seguir sus pasos: «Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: - ¿Qué buscáis? Ellos le contestaron: - Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives? Él les dijo: - Venid y veréis. Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; era como la hora décima». Me gusta la pregunta de Jesús. Quiere saber qué desean, qué sueñan, qué buscan. Ellos lo tienen claro, quieren saber dónde vive. Quieren estar con Él todo el día, hasta que caiga la noche. Saben que es el Cordero. Se fían de Juan, pero quieren conocerlo. Simplemente eso, quieren saber qué hace durante el día, cómo vive. Lo siguen. Se acuerdan de la hora exacta de la pregunta y de su respuesta. Es esa llamada que cambia una vida para siempre. Ven y verás, escuchan y ellos fueron y vieron. Y todo fue diferente en sus vidas a partir de ese momento. Tanto que cuando vuelven a casa tienen que contarlo con gran alegría, transmitir lo que han visto, lo que han oído: «Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: - Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús». Andrés no puede guardarse lo que ha visto. ¿Qué sería exactamente lo que le conmovió tanto? ¿Haría Jesús algún milagro ese día? Seguramente no. Habló con ellos, escuchó sus ansias, sus miedos, sus preocupaciones. Y luego les habló con calma. Seguramente les pidió que no dudaran, que no tuvieran miedo, que se dejaran hacer por el amor de Dios en sus corazones. Estuvieron con Él todo el día sin hacer nada especial. Sólo eso, vieron cómo vivía, lo que hacía, lo que comía. Compartieron las horas y el corazón se fue llenando de alegría y de  paz. Habían encontrado un lugar al que pertenecer, una persona con la que convivir, un sueño que perseguir. No podían guardarlo todo en su corazón sin compartirlo con nadie. Tenían que gritarlo para que ocurriera lo que luego le sucedió a Pedro: «Jesús se le quedó mirando y le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce: Pedro)». Jesús me llama por mi nombre. O mejor, me da un nombre nuevo que tenía escondido en mi propia alma. Desvela el misterio. Me muestra el camino. ¿Qué tengo que hacer? Siempre tengo esta pregunta en los labios. Jesús sólo quiere que esté a su lado. Y me pregunta: «¿Qué buscas?». ¿Qué es lo que estoy buscando? A lo mejor no busco nada y dejo que la vida me atropelle sin buscar nada, sin desear nada. Puede que haya perdido las ilusiones y los sueños. Que me conforme con llevar una vida cómoda y asentada. Puede que mi fe haya languidecido con el paso de las decepciones y los desencuentros. Puede que haya perdido la paz al experimentar pérdidas y fracasos. Tiemblo. Quiero buscar algo, quiero tener un anhelo en mi interior que no me deje tranquilo. Quiero que el fuego arda en mi corazón. Jesús me mira con misericordia. Quiere que le siga, que esté a su lado, que comparta la vida con Él. Yo también recuerdo la hora y el lugar de su primera llamada. Y también de esa otra invitación que lo cambió todo para siempre dándole la vuelta a mis planes. Recuerdo el día y la hora. Se queda grabada en el alma su mirada. ¿Qué buscas? Me dijo. Y me lo vuelve a decir ahora. Porque la llamada de Jesús no es sólo una vez en la vida, sucede una y otra vez, cada día, cada mañana. Me levanto en medio de mis agobios y preocupaciones y me pide que vaya con Él y vea y escuche. Ese es el misterio de la vocación, de la pertenencia a Cristo. A veces pienso que tengo que hacer muchas cosas, cumplir muchos planes, lograr muchas metas, alcanzar muchas cimas. Y Jesús se sonríe para dentro. No es eso, repite bajito para que le oiga sólo si aguzo bien el oído. No es eso, es mucho más que eso. Ese activismo mío sin corazón no sirve para nada. No son mis logros al final del día lo que me definen. No son las metas alcanzadas las que determinan el éxito o el fracaso de mi vida. Estar con Él es el sentido de todo seguimiento. Vivir a su lado porque estando con Él me acabaré pareciendo cada vez más a Él. Pensaré como Él, amaré como ama Él, caminaré con su paso firme y tranquilo, miraré a mis hermanos como los mira Él, con inmensa misericordia. Haré milagros porque es Él quien logra que mis palabras tengan su pasión y su vida. Es Él el que convierte el agua en vino y sana a los heridos. No soy yo, no son mis palabras, son las suyas. No son mis manos, son las suyas sobre las mías. Su corazón en mi corazón. Estar con Él es la clave. Jesús podría haber hecho muchas más cosas por todos aquellos hombres que lo asediaban. Podía haber curado a muchos, a todos. Pero no es ese el fin de mis pasos. Sólo me pide que aprenda a vivir como vive Él, a hacer en el día lo que Él hace. Esa forma de ver la vocación me da mucha paz. Quisiera creérmelo de verdad y vivir así a su lado, descansando en Él.



[1] José Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

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