Homilía del padre Carlos Padilla - 13 de noviembre de 2022

Sábado 12 de noviembre de 2022 | Carlos Padilla

Domingo XXXIII Tiempo Ordinario

Malaquías 3, 19-20a; 2 Tesalonicenses 3, 7-12; Lucas 21, 5-19

«No tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro»

13 noviembre 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Me gustan esos adultos con alma de niño que se sorprenden con la vida y están dispuestos a comenzar siempre de nuevo. Puede haber muchas maneras de hacer lo mismo. Me abro»

Muchas veces he pensado, al romper de nuevo alguna cosa, que no puedo cambiar, que es imposible que mejore. Se rompe entre mis manos y siento que no voy a poder, que las cosas no van a mejorar, que nunca voy a ser capaz de sacar adelante lo que me propongo. En mi caída me siento inútil, torpe, incapaz. Y me duele el orgullo de una manera honda. No voy a soportar tanto dolor, sangra mi orgullo herido. No veo talentos en mí, no me siento capaz ni dotado. No puedo lograr lo que me propongo, no entiendo, no recuerdo, no siento. Leía el otro día: «Clémentine era digna de estudio, porque tenía siempre el sol en los ojos, una capacidad de empatía desmedida y en todo momento la frase adecuada en los labios»[1]. ¿Cómo se puede llegar a tener esas capacidades? Me parece imposible. Primero el sol en los ojos. Esa capacidad de iluminar la vida con mi mirada. El sol que me da claridad para saber qué hacer en cada momento. Y el sol que ilumina los pasos para los demás. El sol como una sonrisa inmensa que todo lo llena. Una alegría desbordante. Una forma desenfadada de vivir las preocupaciones y los problemas. Quisiera tener el sol en los ojos. Vivir lleno de luz, de vida. Lo segundo es la empatía. Ese don para sentir lo que el otro siente. Para comprender lo que sufre y ser parte de lo que le alegra y entristece. La empatía para ponerme en el corazón de mi hermano y ver la realidad como él la ve. ¿Seré capaz algún día de acercarme con sensibilidad a cada persona sin juzgarla, sin prejuicios y sin ideas preconcebidas? No lo sé. Me parecen maravillosas las personas empáticas. Siempre aciertan, siempre están cerca del que más las necesita. Y en tercer lugar quisiera tener la frase adecuada en los labios. Saber decir en cada momento lo que más conviene. Acertar con mi opinión, con mi juicio, con mi consejo, con mis palabras. acertar al consolar al que sufre. Y acertar al acompañar al que está alegre. La palabra adecuada, la frase correcta. Me gustaría ser así con todos. ¡Qué lejos me encuentro! Ni sol, ni empatía, ni frase adecuada. ¿Cómo podré aprender todo lo que me falta? Otra frase al mismo tiempo me da esperanza: «Desde pequeña estaba convencida de que cada persona tiene el poder necesario para cambiar el curso de la vida y de la historia»[2]. Yo tengo un poder oculto en mi corazón que me hace todopoderoso. Yo tengo poder para cambiar el curso de mi propia vida. Quizás ya lo he hecho. ¿Qué hubiera sido de mí sin muchas de las elecciones que tomé un día? ¿Dónde me encontraría hoy? Sin duda mi vida no sería tan feliz ni tan plena. Asumo que ha he cambiado el rumbo de mi vida. Dudo que haya cambiado el curso de la vida de los demás o de la historia. Pero todavía tengo en mi alma muchos sueños, muchos deseos, muchas ilusiones. Puedo cambiar este mundo que me rodea. Esta vida que no es como yo quisiera. Que no es tan perfecta, no tiene tanta luz, no hay tanta esperanza. Tengo una fuerza interior capaz de cambiar la realidad. Aceptándola primero por supuesto. Pero sabiendo que todo se puede hacer de una manera nueva. ¿Acaso no era Jesús el que vino a hacer todas las cosas nuevas? Creo en su poder, en su fuerza para lograr que yo sea un instrumento de cambio. Ahora que veo tantas mariposas monarca volar buscando el calor del sur pienso en la teoría del efecto mariposa. Dicen que el aleteo de una mariposa puede cambiar la historia. Pienso en el ejemplo propuesto por Edward Norton Lorenz. Si se parte de dos mundos casi idénticos, pero en uno de ellos hay una mariposa aleteando y en el otro no, algo puede pasar. A largo plazo, el mundo con la mariposa y el mundo sin la mariposa acabarán siendo muy diferentes. El efecto de una simple mariposa puede alterar la realidad. Lo mismo puede suceder en mi vida. Un pequeño cambio puede tener a medio y largo plazo un efecto mucho más grande que el que pensaba. Una decisión pequeña, correcta, puede cambiarme con el tiempo totalmente. La elección de una persona cuyo amor me sana, me construye, puede cambiar mi vida para siempre. Depende de esa fuerza interior que puedo usar o dejar apagarse con el paso del tiempo. Depende de mi sí, de mi iniciativa, de mi alegría para tomarme la vida con ilusión.

¿Por qué no te digo lo que necesito? ¿Por qué me cuesta tanto abrir mi alma y decirte lo que siento? ¿Por qué no te cuento con apertura lo que he hecho, lo que he pensado, lo que me ocurre? Callo por miedo, o guardo silencio y quiero que tú lo descubras sin yo decirlo. No digo nada, espero, aguardo. Te miro, me miras. No grito, no muestro sentimientos y tú no dices nada. El amor que no se cuida con respeto, con ternura, con cariño, con delicadeza, se duerme, o muere. Me gustaría saber ponerle palabras a mi alma, escribir lo que me sucede, mirar con distancia mis sentimientos, esos que me turban y desconciertan. Siento que algo está en desorden en mi interior, pero no sé bien qué es. No me comprendo del todo. Me cuesta ahondar, llegar a lo último, descubrir la grieta por la que brota todo, lo bueno y lo malo. Y siento que hay un desorden en mi interior que tú no puedes ordenar. No te corresponde a ti, no pretendas arreglarme, recomponerme, sanarme, cerrar las heridas. No quieras ser mi salvador, ni lo sueñes. No me vas a salvar en mi caída, en mi destierro, en mi dolor. Eres humano y limitado. No vas a lograr calmar mis ansias y apaciguar todos mis miedos. No te erijas en un dios terreno porque eres incapaz de solucionarlo todo. No sabes las respuestas para todas mis preguntas. No podrás atender todas mis peticiones y deseos aunque los conozcas. No vas a cambiarme para que me parezca más al que tú deseas ver en mí. No vas a lograr ensanchar mi alma, sólo Dios puede hacerlo todo nuevo en mí, no quieras hacerlo tú. No me vas a dar paz cuando vivo en plena guerra. No lo intentes, no te lo exijo. Pero déjame, eso sí, que te cuente lo que yo veo. Lo que me asusta. Lo que me incomoda. Lo que me turba. Déjame que te diga lo que siento cuando me gritas, cuando no me respetas, cuando me haces daño por tu falta de cariño. En esos momentos quisiera matarte, no lo hago. Pero no te excuses. No trates de justificarte cuando te digo que te extraño, que no te siento cerca, que me faltas. No pretendas decir que no es tu culpa cuando me has hecho daño con tus palabras, o con tus gestos. Cuando he sentido que abusabas de mi inocencia, de mi vulnerabilidad. Porque te di demasiado poder sobre mí, es cierto. Te convertí en mi dios, pero no eres Dios. Eres de carne y hueso como yo, lleno de límites, necesitado de mi amor, ese que yo guardaba ofendido, herido. ¿Por qué no consigo que se calmen mis aguas? Si lo lograra… pero no puedo. Es como si el mar embravecido de mi subconsciente golpeara vehementemente el acantilado de mi alma. Y entonces no puedo responder con palabras llenas de paz. Me sale la ira a borbotones, en forma de furia contenida por un instante breve. Y choco contra ti, como dos trenes que siguen direcciones opuestas. Pago contigo lo que quisiera pagar con un Dios etéreo al que no veo, no toco. Lo descargo todo contra ti que dices amarme y quererme. Porque tú estás ahí siempre, inmóvil, como una roca. Y yo estallo contra esa dureza tuya. Y luego siento que no sé ni pedirte perdón. Como si no necesitara tu misericordia. No sé pedir perdón. Tampoco sé perdonarte. Es como si necesitara siempre una palabra tuya, tan sencillo como decirme lo siento, perdóname, me he equivocado. ¿Acaso nunca te equivocas? Sí, te equivocas a menudo, te lo recuerdo. Y eso que parece que siempre soy yo el que lo hace mal todo. Así me haces sentir. Como si yo estuviera equivocado y tú tuvieras la razón. Como si tu tiempo fuera siempre el importante, y tus obligaciones mucho más valiosas que las mías. Como si lo que a mí me ocupa sólo fueran aficiones propias de alguien inmaduro, de un niño. Me siento mal cuando me ves perdiendo el tiempo. Porque tú eres el que haces que todo funcione. Perdóname porque no sé decirte cómo me siento. Y la verdad es que a tu lado muchas veces me siento como alguien prescindible, innecesario, alguien a quien cualquiera podría suplir. Por eso me esfuerzo tanto en ser valorado. Quiero que estés orgulloso de mí, es lo que más deseo. Que me abraces y me digas que mi vida merece la pena y todo lo que hago, todo mi esfuerzo. No sé por qué callas con ese aire de indiferencia, de autosuficiencia, cuando descargo contra ti mi rabia exigiéndote palabras de consuelo. Y tú, en lugar de gritar conmigo, callas. Así no vamos a ningún lado. Mi ira se vuelve más terrible. Querría matarte una y otra vez hasta que pidieras perdón por ser como eres. Porque ese quizás es el problema. Eres como eres, no como a mí me gustaría. Y eso que veo cosas en ti tan valiosas. Y te quiero tanto por tantas cosas. Pero no logro tomar distancia de lo que siento, de cómo me haces sentir con tus palabras y silencios. ¿Cómo hago para perdonar todo lo que me duele en ti? No lo sé, necesito recorrer un camino largo, guardar un silencio sagrado en mi alma para saber qué me quiere decir Dios. ¿Realmente Él me sigue amando cuando menos lo merezco? Sí, me lo creo, su amor es incondicional. Me lo quiero creer cada noche al ponerse el sol. Abrumado por el peso del día, y la culpa, miro a Jesús a los ojos, mi amigo. Le digo que me sane, que me calme, que me llene. Ante Él valgo más que nada. En la orilla de mi mar me detengo sobrecogido viendo cómo se apaga el día. Él puede salvarme. Tú no. Pero Dios te ha puesto ahí, me ha puesto también a mí ahí, para salvarnos juntos. No quiero hacerte daño. Tú a mí tampoco. Es lo que importa. Te digo cómo me siento y comenzamos a caminar de la mano de Dios. Como hermanos, como padre e hijo, como madre e hija, como esposos. De la mano de Dios saltando los abismos. Sujetando todos los miedos. Navegando muy lejos dentro del cielo. Así de fácil puede Jesús hacerlo todo. Si le dejo entrar para calmar mis vientos.

A menudo me quedo enganchado en mi idea, en mi planteamiento, en mi mirada. Y me cuesta aceptar la opinión de los demás. Al escuchar a los otros, los juzgo, los malinterpreto y siento que hay intenciones ocultas que me cuesta aceptar. Por eso no escucho. ¡Cuántas conversaciones he presenciado en las que nadie se escucha! Todos hablan a tiempo y a destiempo. No se escuchan, sólo esperan a que el otro acabe para poder hablar ellos. Porque ellos sí tienen la opinión correcta, el punto de vista acertado. Me siento seguro en mis planteamientos. Creo que tengo razón en todo lo que hago, pienso o digo. Tengo siempre mi propia versión de los hechos. Creo que los demás no actúan correctamente. O no me entienden, no me valoran, no me aceptan. ¡Cuánto me cuesta ponerme de acuerdo con otros! Al mismo tiempo no me gusta que me cambien las cosas. Quiero que todo siga siendo como pienso que es correcto. Leía el otro día: «Me he dado cuenta de que una de las cosas que me llena de satisfacción es cambiar de idea, darle la vuelta completamente a una opinión mía y conseguir que evolucione hacia otra diferente. Creo que el problema del mundo consiste en que la gente no quiere cambiar de ideas; se quedan anclados a una opinión y la defienden por principio. Hay pocos valores importantes que no pueden cambiar, pero la verdad es que los restantes son modificables. Si fuéramos capaces de aceptar el cambio de cualquier cosa con alegría, creo que seríamos más felices»[3]. Si fuera más flexible sería más feliz. Me cuesta ceder en una discusión. Cambiar mi postura. Dejar a un lado mis deseos. Y no soy capaz de aceptar que mi punto de vista no sea tomado en cuenta. Me molesta cuando no hacen caso a un consejo que doy. ¿Pensaré que es una orden? Tengo mi propio criterio para vivir, mi forma de ver las cosas y no cambio nada de aquello en lo que creo, no soy flexible. No quiero ceder, no quiero que los demás tengan la razón, no quiero perder. ¿Estaré dispuesto a cambiar de opinión algún día? ¿Dejaré que mi idea evolucione hacia otra idea totalmente distinta? ¿Estaré dispuesto a mirar las cosas desde otra óptica? Hay un concepto que a mí me parece muy valioso y difícil al mismo tiempo. Se trata del consenso. Es posible decidir lo que hay que hacer tratando de llegar a una postura común. ¿Cómo se puede hacer si los puntos de vista que se sostienen son opuestos? ¿Cómo se pueden poner de acuerdo personas que piensan lo contrario? ¿Cómo se pueden reconciliar planteamientos opuestos? Pienso que es posible si vivo con humildad. No siempre tendré razón en mi forma de ver las cosas. Puedo estar equivocado. O puede que sea mejor hacer lo que otros piensan. O quizás juntos podemos llegar a algo nuevo, mejor, más nuestro. Para poder dialogar hace falta mucha humildad. Y también saber que juntos podemos hacer las cosas mejor. El consenso es una gracia. Es un don que me permite renunciar a mi postura para abrazar nuevos planteamientos. No siempre es fácil porque me puedo poner rígido y vivir apegado a lo que siempre he pensado o vivido. Por eso, al mirar hoy mi vida, me pregunto: ¿Cuántas tradiciones que parecían inamovibles han ido cambiando en mi forma de vivir con el paso de los años? Seguro que muchas sí. Puede que otras se hayan mantenido con el tiempo. ¿Me considero una persona rígida o flexible? Admiro a esas personas flexibles que se adaptan con facilidad a cualquier cambio. Me gustan esos adultos con alma de niño que se sorprenden con la vida cada mañana y están dispuestos a comenzar siempre de nuevo. Reconozco que no siempre mi opinión será la válida. Puede haber muchas maneras de hacer lo mismo. Hay muchas formas de pensar, no existe un pensamiento único. No quiero vivir condenando y juzgando a los que no comparten mi postura. No porque siempre se haya hecho algo de una determinada manera es necesario repetirlo siempre igual. Puedo cambiar. No siempre los cambios serán para bien. Pero no importa, me adaptaré a lo nuevo, lo viviré con alegría. Ser capaz de cambiar me mantiene joven. Le pido a Dios que me dé un corazón libre para cambiar de opinión, de punto de vista. Libre para hacer las cosas de forma diferente. Humildad para aceptar las críticas constructivas y comprender que siempre puedo mejorar y aprender de los demás. Tienen algo que enseñarme los otros aunque me saquen de mi esquema, de mi forma de pensar, de mi comodidad. Me abro a todo lo que pueda suceder sin temer a los cambios.

Camino día tras día esperando descifrar el final. Cuando se agoten las fuerzas y sencillamente todo se acabe. Mientras tanto no quiero dejar de vivir como hoy escucho: «No vivimos entre vosotros sin trabajar, no comimos de balde el pan de nadie, sino que con cansancio y fatiga, día y noche, trabajamos a fin de no ser una carga para ninguno de vosotros». Así quiero vivir, como si no hubiera mañana. Sin pensar tanto en lo que ha de venir, en lo que puede suceder cuando menos lo espere. Quiero aprender a vivir aquí y ahora, hic et nunc. Sin preocuparme tanto por lo que he de vivir. Sin apegarme de forma obsesiva a lo que ya fue, ya pasó, ya murió. No sigo llorando por lo que pasó ayer. Paso página lo antes posible. Hago el duelo y perdono. A Dios porque sufrí una pérdida que me ha dejado roto. A mí mismo por las decisiones que me hicieron daño y tomé de forma impulsiva. A los que me rodean porque me dejaron herido. Cuando perdono, el corazón se calma y siento que el tiempo de detiene en un momento de plena libertad. Y miro hacia delante confiado. ¿Hasta dónde llegarán mis pasos? ¿Cómo estoy viviendo mi vida y enfrentando el futuro? Comentaba algo Toni Nadal que me dio qué pensar: «Sería bueno que nos replanteáramos nuestros principios y que nos preguntáramos, como mínimo, si con el modelo actual estamos formando correctamente a nuestros jóvenes y si les ayudamos a afrontar con garantías su futuro. En un pasaje del ensayo, “La civilización del espectáculo”, Mario Vargas Llosa escribe: - ¿Qué quiere decir civilización del espectáculo? La de un mundo donde el primer lugar en la escala de valores vigente lo ocupa el entretenimiento y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal. De ese modo, no aburrirse, evitar lo que perturba, preocupa y angustia pasó a ser para sectores sociales cada vez más amplios de la cúspide a la base de la pirámide social, un mandato generacional. Y yo añadiría que esto tiene consecuencias contrarias, si no devastadoras, para una buena formación del carácter». No quiero vivir sólo pensando en no sufrir, en no esforzarme demasiado, en pasarlo siempre bien y en no aburrirme. Buscando atajos que me libren del esfuerzo y de la lucha. Queriendo obtener el objetivo sin demasiado trabajo. El carácter se va debilitando. Lo que no me cuesta lograr en la vida me debilita. Lo que consigo con esfuerzo y lucha me hace más fuerte. Hoy me dicen que puedo conseguir el premio sin demasiado esfuerzo. Y yo quiero el éxito fácil. La recompensa inmediata. Sin darlo todo, sin invertir demasiado. Y quiero además que lo bueno dure siempre y no se acabe. Quiero que las cosas difíciles pasen y las buenas sean eternas. Vivo entonces tratando de hacerle el quite a lo que me cuesta. Añadía Toni Nadal: «Cuando luchamos en una situación totalmente adversa, casi siempre acabaremos perdiendo; pero habrá un día que conseguiremos darle la vuelta a la situación. Y ese día justificará todos los anteriores». Me parece interesante el planteamiento. Situaciones adversas habrá muchas en la vida. Momentos en los que piense que no lo voy a lograr, y así será. Pero no me daré nunca por vencido. Volveré a levantarme, volveré a intentarlo. Como ese sol que se levanta en el horizonte cada amanecer siempre de nuevo. Así me levanto yo dispuesto a luchar cada mañana. A veces las cosas no resultarán como yo quiero. Tendré que aprender a convivir con el fracaso y la frustración. No importan. Son parte de mi vida, forman parte de mi camino. No dejo de luchar por ello. No decido que hasta aquí he llegado. No sé cuántos días me quedan por vivir. Pero no pienso vivirlos sin un sentido. No quiero tirar por la borda todo el camino recorrido. No quiero dejarme llevar por la tentación que me invita a descansar y no hacer nada más. Vivo en presente, en el hoy. Y en este momento doy todo lo que tengo dentro. no me canso de amar, de vivir, de soñar, de desear. No me canso de abrir el cielo a base de golpes. No dejo de escalar las más altas montañas. Puedo pararme lo sé, pero rendirme no entra dentro de mis opciones. No me voy a rendir. No me voy a dar por vencido. Nunca será suficiente lo que haga. Viviré el hoy como lo único que tengo, sin saber si mañana saldrá el sol de nuevo. Sólo confiaré en que las fuerzas nunca me van a faltar. Habrá alguien a mi lado que me anime a seguir corriendo. Alguien que calme mi sed o me aliente en mi desánimo. Un abrazo, una palmada en la espalda, una palabra llena de alegría. Un grito de consuelo, una risa para alegrar mi ánimo. No dejaré de pensar que puedo lograrlo algún día, aún después de haber perdido tantas veces. Todo esto es posible. No llevo las cuentas de los fracasos pero sé que en mi debilidad se esconde mi fuerza. Y en mis miedos hay un acicate para confiar siempre de nuevo. Sé que con mi vida puedo construir un camino nuevo. Y con mis manos fuertes puedo abrir sendas hasta ahora desconocidas. Nadie me va a arrebatar lo que ya he conseguido. Y nadie me va a desanimar de seguir insistiendo. Algún día ocurrirá algo que le dará sentido a mi vida.

Conozco muchas personas a las que admiro. Los motivos son diferentes. Los miro y quisiera imitarlos. Pero no me veo capaz. No soy como ellos. Y pienso en ocasiones que otros pueden ser santos, pero yo no. Yo soy más débil, estoy más roto, soy más pecador. Quizás me pongo barreras para no luchar. O no me quiero ni admiro lo suficiente. Hoy escucho: «Ya sabéis vosotros cómo tenéis que imitar nuestro ejemplo». Imitar ejemplos buenos es el camino que quiero seguir. No imito a los demás perdiendo mi originalidad. En eso no quiero claudicar. Miro a los buenos para ser yo mejor de lo que soy. No me quiero dejar tentar por los malos que me llevan a ser peor persona. Los ejemplos malos me ofrecen caminos fáciles y me muestran rutas abiertas y llenas de luz. Y yo caigo en la tentación de lo fácil y sugerente y me pongo a seguirlos a ellos que prometen bienes más preciosos. Tal vez más fáciles, más llenos de vida, más inmediatos, sin contratiempos. Soy impaciente y el trabajo de la tierra a largo plazo me parece tedioso. No sé si podré aguantar tanto preparando el campo para que la semilla muera y dé su fruto. Yo quiero que los frutos lleguen de forma inmediata. La impaciencia me invade. Al mismo tiempo creo que no todas las personas son un modelo a imitar. No siempre lo que otros viven es lo que yo estoy llamado a vivir. Cada uno ha de seguir su camino y ser fiel a lo que Dios le pide. Decía el Papa Francisco: «Y no que se desgaste intentando imitar algo que no ha sido pensado para él. Todos estamos llamados a ser testigos, pero existen muchas formas existenciales de testimonio»[4]. Estoy llamado a seguir el ejemplo que mejor se adapta a mi forma de ser. Quiero ser fiel a mi forma de amar y de darme. Yo soy ejemplo para otros desde mi originalidad, desde mi verdad. A veces he amado a mi manera y no he sido comprendido. Entonces me cierro, me inhibo, dejo de darme desde lo que yo soy. Quiero recuperar mi verdad. Busco ser yo mismo. Por eso no quiero imitar a nadie que no sea como yo. Quiero que aquel a quien imite me haga crecer y no me rompa por dentro. Hoy Jesús me recuerda que no tengo que seguir a cualquiera: «Mirad que nadie os engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre diciendo: “Yo soy”, o bien: “Está llegando el tiempo”; no vayáis tras ellos». No quiero seguir malos ejemplos, ni dejarme llevar por los que no tienen la verdad en su corazón. Quiero imitar y seguir a aquellos cuya vida me acerca al cielo. La fiesta de todos los santos que celebramos hace poco me habla de aquellos que me han precedido y ya están en el cielo. Quizás su vida no fue tan imitable que alguien quisiera buscar su canonización. Tal vez por eso no conozco sus vidas. Puede que algunas no fueran un camino imitable para mí. Pero seguro que muchos, cercanos a mí, con su testimonio de vida pueden enseñarme mucho. Pienso en aquellos a los que sigo, a los que imito, mis amigos, mis hermanos que son ejemplo en lo concreto de su amor. Quiero creer en su verdad. Y dejo de lado aquellos ejemplos que no me ayudan y me rompen. Esas vidas que me alejan de Dios y me enferman. Quisiera tener claro quiénes son aquellos a los que sigo en este camino. A los que viven en verdad. Al mismo tiempo quiero ser yo ejemplo para otros. Para que tengan vida. Quiero amar de tal manera que sientan el amor de Dios en sus vidas. Decía la Madre Teresa: «Que nadie se acerque a ti sin que al marchar se sienta mejor y más feliz». Sólo espero que con mis palabras y gestos ellos puedan acercarse a Dios. En eso quiero ser imitable desde mi pobreza, desde mi fragilidad. No soy perfecto, pero mi forma original de ser, de amar, de vivir puede ser un camino que acerque a muchos a Dios. Eso es lo que espero.

Hay preguntas que siempre vuelven al corazón. ¿Cuándo llegará el momento de mi muerte? ¿Cuándo sucederá el final de los días? ¿Cuándo dejaré de amar a los que amo? ¿Cuándo morirán mis sueños? Admiro el presente que observo. Me gusta la belleza que contemplo. Me conmueve la juventud que nace con fuerza y parece elevarse desafiante hacia el cielo. Una juventud fuerte y firme que parece alejar cualquier atisbo de muerte. Por eso me siento como aquellos que menciona el Evangelio: «En aquel tiempo, como algunos hablaban del templo, de lo bellamente adornado que estaba con piedra de calidad y exvotos». Me fascina esa belleza exterior del hoy la que contemplo maravillado. Me gustaría que el hoy fuera eterno. Que lo que hoy admiro nunca acabara, nunca muriera. Me gusta el amor eterno que prometo entre lágrimas y sonrisas. Y la vida que crece a paso lento, acariciando todo lo que toca, pareciendo que nunca llegará a su fin. No quiero que muera nada de lo que ahora amo y deseo que lo que hoy admiro permanezca para siempre. Me conmueve peregrinar a Tierra Santa y ver allí cómo la historia ha contemplado templos preciosos de los que hoy apenas quedan algunas piedras como vestigio de un pasado glorioso. Piedras sobre piedras aún más antiguas. Iglesias que unos ojos efímeros contemplaron y admiraron, como yo ahora. En nombre de Dios se edificaron templos maravillosos. Y en nombre de Dios se destruyeron obras de arte que querían dar gloria a Dios. Son las paradojas del corazón del hombre, capaz de lo peor y de lo mejor al mismo tiempo. Amo el presente que sé que es caduco, pasajero. Me asusta que muera lo que más amo. Me llena de pavor pensar en la destrucción de todo lo que he levantado con amor, con tanto esfuerzo. Quiero retener el presente entre mis manos, en mis ojos. Deseo guardarlo como un milagro. Sostenerlo para que resista el inexorable paso del tiempo. Sé que morirá, aun cuando hoy lo retengo ante mis ojos como una fotografía imperecedera. Hoy lo escucho: «Jesús les dijo: - Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida». Me apena la pérdida de lo bello, de lo bueno, de lo digno, de lo que me hace ser más humano y más de Dios. Quisiera que no fuera así, pero es como esa planta que hoy florece y mañana se seca y muere. Me gustaría saber también cuándo va a suceder el final de mis días, cuándo tendré que enfrentar la pérdida de lo amado y llorar de forma desconsolada. Me entristece perderlo todo aunque sólo sea por un tiempo. Y le pregunto a Dios para saber, para indagar, para encontrar. Me uno a los discípulos en su pregunta: «Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?». Yo también quiero saber cómo va a ser el mañana. Busco señales que me muestren lo que viene. Lo tengo claro, las dudas me inquietan. Y los miedos se hacen fuertes. No sé si será mañana u otro día y me asusta que pase mucho tiempo, tal vez demasiado y no logre ser fiel. Admiro la santidad de los que mueren mayores mucho más que la santidad de los niños que entregan su vida en martirio en la flor de la vida. Los dos testimonios me llevan al cielo, pero la santidad de los ancianos sostenida en el tiempo me parece un don de Dios, una gracia del cielo. No me toca a mí conocer el momento exacto de mi partida o del final de nada. Me dan miedo las desgracias. Hoy Jesús me anima a no caer en el pánico: «Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque es necesario que eso ocurra primero, pero el fin no será enseguida. Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países, hambres y pestes. Habrá también fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre». La persecución me duele y la temo. No quiero sufrir. El mal que observo y me parece más fuerte que el bien. la oscuridad más poderosa que la luz. El odio más agresivo y virulento que el amor abnegado.

Hoy miro a Jesús que me invita a alzar confiado la mirada al cielo. Tal vez por eso no me dan tanto miedo las adversidades que puedan venir. Confío en que Dios no me dejará solo nunca en medio de la noche. Sus palabras hoy me dan alegría: «Esto os servirá de ocasión para dar testimonio. Por ello, meteos bien en la cabeza que no tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os entregarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas». Ya no pienso en mi propia defensa. No temo perder la vida. No me pongo a ver cuál va a ser mi discurso cuando llegue la hora de defender mi causa. Jesús sabe mejor que yo todo lo que me conviene y no me va a dejar nunca solo. No le tengo miedo a las tormentas porque sé que llegará el sol con la calma. Al final del camino ni un solo cabello de la cabeza perecerá. Sé que si persevero junto a Dios Él no me va a soltar de la mano. Le pido que me arrastre cuando ya no puedan caminar mis pies. Que me lleve en brazos cuando me duela hasta el alma y me pesen el cuerpo y mi pecado. Quiero que Dios diga por mis labios lo que yo no puedo ni decir porque no tengo razones que defiendan mi causa. Él sabe lo que me conviene. Conoce mis entrañas, todo lo que llevo muy dentro. No le tengo miedo al futuro incierto que a menudo inquieta mis pasos. Sólo Dios conoce cómo será todo y yo no tengo que preocuparme. Luchando de su lado no tengo nada que temer. La vida es corta en el cielo y eterna cuando llegue el final de mis días caducos. Y la belleza de entonces durará para siempre. Y ya no tendré miedo, ni dudas. Todo será paz y alegría, en el cielo. Allí el amor no tendrá límites. Y mi alma será más grande, estará más llena. De vida, de paz, de esperanza.

 



[1] Cristina Petit, Algo parecido al verdadero amor.

[2] Cristina Petit, Algo parecido al verdadero amor.

[3] Cristina Petit, Algo parecido al verdadero amor.

[4] Papa Francisco, Exhortación Gaudete y Exultate

Comentarios
Nombre:   Procedencia:
Comentario:
Código de seguridad:   captcha
Caracteres restantes: 1000