6.4. La cooperación con la gracia

P. Rafael Fernández

4. La cooperación con la gracia.

El santuario de Schoenstatt nació de la iniciativa del Dios que interviene en la historia y que nos regala gratuitamente su gracia, pero también del Dios que solicita la cooperación humana. Para el fundador de Schoenstatt, esto constituye un principio básico en su espiritualidad y pedagogía: Dios requiere nuestra cooperación. Por eso él llamó a los primeros congregantes a hacer “suave violencia” a María para que ella se estableciese espiritualmente en la capillita del valle de Schoenstatt. Se trataba de ofrecerle abundantes “contribuciones al Capital de Gracias”, como muestras concretas de que realmente la amaban; de “acelerar la propia santificación” y así convertir ese lugar en un lugar de peregrinación y renovación.

La acentuación de la cooperación humana con la gracia no es, ciertamente, un invento del P. Kentenich. Su fundamento está fuertemente enraizado en el Evangelio. El P. Kentenich sólo acentúa un aspecto esencial de nuestra fe, que ya san Agustín destacaba. “El Dios que te creó sin ti -afirmaba el santo- no quiere salvarte sin ti”.  Una vida cristiana auténtica está reñida con un ristianismo poco exigente, donde primeramente se esperan milagros e intervenciones extraordinarias de Dios y de la Virgen, sin que promedie el esfuerzo humano.

Dios, que nos creó como seres libres y responsables, quiere que actuemos como tales. Esa es nuestra dignidad. El Señor que nos crea y nos salva requiere que demos lo mejor de nosotros mismos; quiere tener ante sí personas libres, con iniciativa propia, íntegras, capaces de pensar y de actuar. Él no quiere en su viña ni títeres ni zánganos, quiere “remeros libres”.

Esta verdad la inculca el Señor a sus discípulos con su palabra y con hechos. Pide que nuestros “talentos” (el dinero que nos confía) se lo devolvamos con los correspondientes “intereses”, quiere que trabajemos con ellos, no que los sepultemos bajo tierra (Cf. Mt 25, 14-30). Si nos eligió, fue “para que demos fruto” y un fruto bueno y abundante (Jn 15, 1-16). Así como el sarmiento que unido a la vid da fruto, así también nosotros si permanecemos en Cristo daremos buen fruto. Porque sin él no podemos nada. En cambio, al sarmiento que no da fruto, lo corta y lo echa al fuego, porque no sirve para nada; y al que da fruto, lo poda, para que dé aún más fruto.

El Señor no quiere vernos a la vera del camino o sentados en la plaza, quiere que trabajemos (Mt 20, 1-16), necesita operarios porque la mies es mucha y los que trabajan son pocos (Lc 10, 2).

Los milagros de Cristo dan también testimonio de que él requiere nuestra participación activa: pide los pocos panes y peces que tienen los discípulos para realizar la multiplicación con la cual da de comer a una multitud; pide a los siervos en Caná que llenen con agua las vasijas donde realiza la conversión del agua en vino. Elige a los 72 discípulos y les encarga la tarea de proclamar la Buena Nueva en los pueblos cercanos (Lc 10, 1-4).

El Señor no realiza solo su obra redentora. Él quiere tener junto a sí personas semejantes a

María, su compañera y colaboradora por excelencia. El Documento de Puebla lo explica así:

“María, llevada a la máxima participación con Cristo, es la colaboradora estrecha en su obra. Ella fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante (MC 37). No es sólo el fruto admirable de la redención; es también la cooperadora activa. En María se manifiesta preclaramente que Cristo no anula la creatividad de quienes le siguen. Ella, asociada a Cristo, desarrolla todas sus capacidades y responsabilidades humanas, hasta llegar a ser la nueva Eva junto al nuevo Adán. María, por su cooperación libre en la Nueva Alianza de Cristo, es junto a él, protagonista de la historia. Por esta comunión y participación, la Virgen Inmaculada vive ahora inmersa en el misterio de la Trinidad, alabando la gloria de Dios e intercediendo por los hombres”. (P  293)

Esta marcada cooperación humana, expresada en las contribuciones al Capital de Gracias, pertenece al ser mismo de Schoenstatt. Por eso nuestra alianza de amor con María siempre se ha orientado por la divisa: “Nada sin ti, nada sin nosotros”.

Si bien toda nuestra vida es “materia apta” para las contribuciones al Capital de Gracias (todo lo que hagamos por amor y con amor, es agradable a los ojos de María), el esfuerzo por autoformarse ocupa un lugar especialmente importante en la alianza con María. A ella le ofrecemos, como aporte a su Capital de Gracias, nuestra lucha por la santidad, el cultivo de una vida de intensa oración y de fidelísimo cumplimiento del deber de estado.

De esta forma, para el contrayente de la alianza, las contribuciones al Capital de Gracias, incluyen esencialmente el esfuerzo por autoformarse y por ser consecuente con los ideales. Cooperamos con el Dios que actúa por su gracia en nosotros mismos, haciendo que Cristo crezca en nosotros y su vida conforme nuestro ser y actuar. El Santuario de Schoenstatt llega a ser así nuestro hogar espiritual y “cuna de nuestra santidad” (Cf. Acta de Fundación), el lugar donde experimentamos una real transformación personal. Porque no se da una renovación del mundo y de la Iglesia si ésta no comienza en nuestro propio corazón.

Esta autoformación, que el P. Kentenich promovió desde el inicio en el naciente Movimiento de Schoenstatt, la canalizó a través de los “medios ascéticos” o formas concretas de autoayuda.