06. Un hombre filial

P. Rafael Fernández

Un hombre filial

Una cultura indiferente ante Dios

Términos como "filial", "ser hijo" o "ser como los niños", no pertenecen precisamente al léxico del hombre actual. Son otros los conceptos que están en primer plano. La persona, se afirma, debe poseer autonomía; tiene que desprenderse de todo infantilismo o espíritu "niñoide"; debe ser y comportarse como un “adulto”. Para eso él es dueño de su ser, de su cuerpo, de su destino, sin dependencia de un ser superior, que supuestamente nos creó y nos gobierna, dictando una ley moral obligatoria, a la cual debemos someternos.

 

Por otra parte, se dice, las tareas que nos apremian no parecieran justamente ser tareas para niños; urge luchar por la transformación de las estructuras sociales, políticas y por el progreso económico; urge producir y dominar el mundo con nuestra ciencia y nuestra técnica. Y éstas son tareas para "adultos", no para niños. La época oscurantista o primitiva de la humanidad, ya ha sido superada... es ya hora de que seamos dueños de nosotros mismos y de nuestro destino, dueños de esta tierra en la que vivimos, sin que tengamos que rendir tributo ni cuentas a ningún dios.

 

“La religión es el opio del pueblo”, se repetía como un slogan hace algunos decenios. Hoy ya no se escuchan estos términos, ya no existe un “ateísmo combativo”, más bien, se vive la indiferencia ante Dios, no se le considera, pues, se piensa, son otros los poderes que gobiernan el mundo. Que se crea o no se crea en Dios, no es relevante… Al hombre actual no le interesa ni le importa una relación de dependencia “filial” ante el Ser Supremo. Por último, se declara “agnóstico”, no creyente y, por eso, libre para “vivir su vida”.

 

La experiencia del hijo pródigo

Es verdad: si somos adultos no corresponde ni que pensemos ni que actuemos como los niños. Pero otra cosa muy diferente es que nuestra “adultez” signifique negar la realidad más radical de nuestra existencia. No nos hemos auto-generado, no es el hombre quien creó el universo. En lo más profundo de nuestro ser somos “criaturas” dependientes del Ser del cual procedemos. Somos seres “ab alio” (procedentes de otro) y por ello, seres “ad aliud” (orientados hacia otro), ontológicamente dependientes. Esto era lo que hacía decir a san Agustín: “Nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en ti, Señor”.

 

Conocemos la experiencia del hijo pródigo... El corazón del hombre actual está inquieto, más aún, está angustiado, estresado, porque, a semejanza del hijo pródigo de la parábola del Evangelio, ha abandonado la casa del Padre. En ella Cristo describe en forma clásica el drama de nuestra cultura: hemos dejado la casa del Padre, hemos cortado el cordón umbilical, el vínculo filial que nos une al Padre, en busca de lo que creemos es nuestra plena y "verdadera" libertad.

 

El hombre filial, un hombre verdaderamente nuevo

En este contexto histórico y cultural propone el P. Kentenich un tipo de hombre nuevo, para el cual la filialidad constituye lo más hondo y radical de su existencia. De esta forma proclama y coloca en primer plano el hecho más sustancial de nuestra redención: ya no somos esclavos del pecado y de la rebeldía, sino, por Cristo y en él, por su muerte en la cruz, hemos recobrado nuestra relación de hijos ante Dios Padre. De esta forma se sitúa, al mismo tiempo, al ser humano en lo que verdaderamente es como criatura ante el Dios Creador.

 

El hombre filial, a diferencia de la gran mayoría de nuestros contemporáneos, se sabe y se siente hijo de un Dios que es Padre en el más pleno sentido de la palabra. Somos criaturas que hemos recibido por el bautismo, el Espíritu Santo, el cual nos hace hijos de Dios. Hemos sido, al decir de san Pablo, injertados en Cristo, el Hijo unigénito de Dios Padre. El drama del pecado, de la desobediencia, de ese dar la espalda a Dios, ha sido superado por Cristo Jesús. Por él hemos llegado a ser hijos de Dios Padre. De un Padre infinitamente sabio, poderoso y misericordioso. De un Padre que nos ama entrañablemente y que lo único que desea es nuestra felicidad y plena libertad.

 

Nuestro mundo materialista y centrado en el más acá, niega o desconoce estas realidades. Una frase de Tagore, citada a menudo por el P. Kentenich, dice así: “La desgracia más grande del hombre actual es haber perdido su sentido filial ante Dios” (fuente).  Schoenstatt pone todo su empeño en revertir esa realidad, busca abrir el alma del hombre actual a la gracia de la filialidad, del ser niños ante Dios.

 

La pérdida de la actitud y del sentir filial ante Dios Padre hace del hombre moderno un ser a la deriva. Cortando el vínculo filial ante Dios, pronto se convierte en una cáscara de nuez a merced del oleaje de un mundo inhóspito; es un ser profundamente desguarecido; una persona que quisiera ser un titán, pero que experimenta como nunca su fragilidad, la angustia y la inseguridad. Puede luchar con los dientes apretados y tratar de imponerse con su propio poder ante la inclemencia del tiempo; cree poder dominarlo todo, pero interiormente se destruye, queda vacío y solitario en su afán de superhombre; y se derrumba finalmente como Prometeo desde la altura de su orgullo.

 

Hemos perdido la lozanía del alma de los niños: no nos admiramos de nada ni de nadie; desconocemos la riqueza de aquellos pobres de espíritu que el Evangelio proclama felices. Preocupados de nosotros mismos, no sabemos lo que es confiar y amar. Estamos preocupados por asegurarnos, por defendernos. Nos parapetamos tras nuestras máscaras, luchando desesperadamente por ser más y producir más. Pero nuestra psique no resiste esta tensión. Por eso andamos ávidos de compensaciones, de experiencias, de sensaciones y emociones que nos regalen paz y felicidad, esa paz y felicidad que el hijo pródigo añoraba lejos de la casa del Padre.

 

Esta es la gran tragedia del hombre actual, a la cual el hombre nuevo schoenstattiano quiere dar respuesta. Quiere poner en práctica las palabras del Señor:

 

"Yo les aseguro que si no cambian y llegan a ser como los niños, no entrarán en el Reino de los cielos" (Mt 18,3); “porque quien no recibe el Reino de los cielos como un niño no entrará en él" (Mc 10,14).

 

En la misma dirección van las enseñanzas de san Pablo, cuando quiere llevarnos a superar el espíritu de esclavos:

 

“En efecto, todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, si compartimos sus sufrimientos, para ser también con él glorificados.” (Rom 8, 14 ss).

 

La conquista del ser niños ante Dios

Ante la pregunta del cómo conquistar el ser “niños ante Dios”, la confianza y la dependencia gozosa ante el Padre en Cristo Jesús, el P. Kentenich destaca dos caminos pedagógico-pastorales que nos conducen a esta meta.

 

Se trata, en primer lugar, de la experiencia de María. María, imagen perfecta del cristiano, nos enseña a decir al Padre: “Yo soy la sierva del Señor, que se haga en mí según tu palabra.” Ella es el ejemplo luminoso que nos mueve a dar un sí libre y vigoroso, un sí filial, a la voluntad de Dios.

Pero ella no sólo es ejemplo de la actitud filial ante Dios Padre, ella también nos acoge y nos ama como verdadera madre nuestra. “María, Madre, despierta el corazón filial que duerme en cada hombre. En esta forma, nos lleva a desarrollar la vida del bautismo por el cual fuimos hechos hijos” (Doc. Puebla, n. 295). En María, amándola cálida y filialmente, recobramos en forma vital el sabernos y sentirnos hijos. Ella también nos ayuda a comportarnos como tales.

 

Por otra parte, el P. Kentenich destaca la importancia que reviste la vivencia paterno-filial en el plano natural. Gran parte del ateísmo y lejanía de Dios, propia del hombre actual, se remite, desde el punto de vista psicológico, a la experiencia negativa de la paternidad y de la autoridad en el plano natural. Por eso, afirma el P. Kentenich, si queremos vivir y cultivar nuestra relación de hijos ante Dios es preciso que se dé un renacer, una nueva experiencia de la paternidad y de la filialidad en el orden natural.

 

La gracia también en esto presupone la naturaleza, la sana y la eleva. La gracia de la filiación y de la actitud filial, requiere como base y como puente, desde el punto de vista psicológico y pedagógico, una nueva imagen, una nueva actitud, un nuevo actuar del padre en la familia. Éste está llamado a ser imagen viva y transparente de la paternidad de Dios. Si la vivencia de paternidad es negativa, esta vivencia hará difícil, bloqueará psicológicamente nuestra relación filial con Dios Padre. Si en cambio, la vivencia paterno-filial es positiva, entonces permitirá abrir mucho más fácilmente nuestro corazón a la alegría liberadora del ser “como los niños” ante Dios.